Pepillo y la marioneta equilibrista

Mayo 2009

Érase una vez un circo, donde vivía nuestro protagonista, Pepillo. Él era muy feliz subido a su alambre y en el circo había encontrado su auténtica familia que lo aceptaba como era, sin exigirle más que lo que se exigía él así mismo todos los días. Viajaban de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, capitales de provincia, estaban en cada feria aquí y allá. Pepillo desde su alambre lo veía todo con ilusión. Había aceptado su vida tal como se la habían dado, le había costado mucho tiempo comprender que esa era su vida y también la pérdida de su compañero de alambre. Ahora se conducía solo en él. No admitía que nadie le sustituyera. Pepillo no podía bajarse del alambre, había nacido en él, lo sentía cosido a sus pies, siempre moviéndose hacia adelante, hacia atrás, a la derecha, a la izquierda, manteniendo el equilibrio todo el tiempo. Desde que su compañero le faltó se sentía muy sólo a veces, casi siempre, casi todos los días, ya que había sido su gran apoyo y consuelo, con él se había divertido y vivido innumerables aventuras por todo el mundo. El alambre, era su hándicap y su orgullo a la vez, porque en él también se sentía más fuerte a su vez. Comía, dormía y vivía en el alambre.

Pepillo comprendía los sacrificios que hacían por él, y los esfuerzos al saludarle y sonreírle, pero sentía que nadie podría sustituirlo.

Un día llegaron a un pueblo muy bonito y él se preparó, hizo sus ejercicios, ensayó y estaba contento y nervioso al mismo tiempo; realizó por fin su trabajo, pero ese público era exigente y le pedía más, y él arriesgó más y más; quitó la red y se subió a una silla sobre el alambre y luego sobre la silla con dos patas sobre el alambre y la gente por fin arrancó en aplausos cortándoseles la respiración y él fue de nuevo feliz ese instante, porque ese era su medio de vida, su casa y hogar y lo que ellos veían extraordinario, para él era a la vez costoso y sacrificado, pero en definitiva un sueño, su sueño y por él daría la vida. Intentaba tener una rutina diaria, algo que le mitigara la soledad y el dolor y el vértigo a la altura, el desequilibrio constante, el vaivén de su cuerpo no acostumbrándose nunca a estar siempre en el alambre. Se iba haciendo mayor y cada vez le dolía más su cuerpo y su alma, sobre todo le pesaba, la soledad del alambre.

Haciendo caso a su familia circense, dejó que alguien subiera con él, pero no fue como esperaba, no supo ver que nadie intentaba reemplazar a su fiel amigo y pese a que era un gran equilibrista con grandes dotes para el alambre terminó por no dejar que volviese a subir junto a él. Pasó el tiempo y Pepillo seguía arriesgando su vida en soledad junto a su marioneta.

Un día oyó hablar de un equilibrista en el norte, que hacía prodigios y que se arriesgaba como ninguno y que además declamaba y escribía. Pepillo de repente se sintió el ser más insignificante sobre la tierra. Todo le salía mal, sentía un ahogo en el pecho y ganas de llorar, porque abrió los ojos y supo que él era quién había estado ahí esperándole, solicitando una oportunidad, unirse a él y ahora lo había perdido para siempre. Y lloró por su equilibrista poeta. Y desde entonces escribe, escribe y escribe y cuenta cuentos desde su alambre, con la marioneta equilibrista, su compañera y amiga imaginando lo que hubiera sido estar con él.

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