
Bajo el cálido cielo dorado del atardecer, Amina jugaba en el parque del pueblo, arreglando el vestido descosido de su muñeca favorita. A sus doce años, ya sabía que la infancia era como la arena entre los dedos: imposible de retener por mucho tiempo. Enrique, su amigo desde que tenían seis años, se acercó corriendo, con una rosa blanca en la mano, las espinas cuidadosamente removidas.
—Amina, mira lo que encontré —dijo, algo sin aliento, ofreciéndole la flor con esa sonrisa torcida que siempre hacía que Amina sintiera mariposas en el estómago.
Ella la tomó, rozando sus dedos contra los de él por un instante, y aspiró su aroma. —Huele a miel y a lluvia —murmuró, sonriendo.
Se sentaron en su banco de siempre, el de la madera gastada y las iniciales talladas por generaciones de niños. Enrique habló de barcos y mapas, de ciudades con luces que nunca se apagaban. Amina, en cambio, soñaba con un aula llena de niños, con pizarras llenas de letras y números.
—¿De verdad crees que lo lograremos? —preguntó ella, jugueteando con el tallo de la rosa.
Enrique le dio un codazo suave. —Claro. Tú serás la mejor maestra, y yo… bueno, si me pierdo en algún viaje, al menos sabré que tú estarás aquí para recibirme con un regaño por no escribir.
Se rieron, pero esa noche, Amina escuchó a sus padres hablar en la cocina, sus voces bajas y quebradas.
—Yusuf es un hombre respetado —dijo su padre, frotándose los ojos cansados—. Nos ayudará.
—Pero es mayor que yo —susurró su madre, las lágrimas cayendo en la taza de té entre sus manos.
Amina sintió el suelo ceder bajo sus pies. Entró, suplicando, aferrándose al brazo de su padre. —¡Papá, por favor! ¡Prometí ayudar a Leila con su lectura mañana!
Su padre no la miró. —Amina, esto ya está decidido.
Al día siguiente, Enrique esperó en el parque hasta que el sol se volvió insoportable. Cuando llamó a su puerta, la madre de Amina le entregó un sobre arrugado. Dentro, encontró la rosa blanca, ahora seca, y una nota garabateada: «Cuida de tus sueños por mí.»
Los años pasaron. Enrique se convirtió en abogado, pero cada caso, cada viaje, era una excusa para buscarla. Hasta que, en un pueblo polvoriento de Egipto, la vio.
Amina estaba junto al pozo, el mismo cansancio en sus hombros que él había visto en los de su madre años atrás. Llevaba a un niño dormido contra su pecho y otro, descalzo, tirando de su falda.
—Amina —llamó, y ella se volvió, como si aún esperara oír su nombre en su voz.
Por un segundo, fueron otra vez esos niños del banco. Pero la realidad volvió cuando Amina apartó el pelo de su hija pequeña, de ojos idénticos a los suyos, y susurró: —Llévatela. Que alguien en este mundo tenga la vida que yo no pude.
Enrique tomó a la niña, que se aferró a su cuello con confianza instantánea. Al regresar a casa, la llamó Rosa, por la flor, por la esperanza. Fundó su organización, pero en las noches, mientras Rosa dormía, escribía cartas que nunca enviaría: «Hoy salvamos a otra. Ojalá hubiéramos podido salvarte a ti.»
Y aunque Amina nunca las leyó, en algún lugar, bajo el mismo cielo dorado, una mujer mayor enseñaba a leer a las niñas del pueblo, usando como marcador los restos de un tallo seco.