
El feto habló sin boca:
«¿Quieres saber por qué los hombres temen tanto a las agujas, Nyx?»
La respuesta era el secreto mejor guardado:
Porque el primer acto de rebelión en este mundo no fue un grito.
Fue una puntada.
(El libro se cerró abruptamente, tragándose la aguja. Nyx sintió un tirón en el ombligo. Algo en el bosque acababa de despertar.)
LA DAMA INTERVIENE
Nyx siguió el hilo plateado hacia las profundidades del Bosque de los Suspiros, donde los árboles se inclinaban como ancianas rezanderas y el aire olía a hierro y azufre. La aguja vibraba en su mano, caliente como un corazón recién arrancado.
Pero entonces, las sombras se agitaron.
La Dama del Bosque emergió de un tronco partido, su cuerpo de musgo y corteza bloqueando el camino. Ya no tenía la sonrisa de colmillos de jabalí, sino una expresión que Nyx nunca le había visto: miedo.
—No sigas, pequeña tejedora —susurró, y su voz era el crujido de ramas quebrándose bajo el peso de una verdad antigua—. Lo que aguarda en el telar no es para ojos mortales.
Nyx apretó la aguja. El feto de tinta le había hablado de la Primera, de cómo su telar había sido secuestrado, convertido en herramienta para coser sumisión en las venas de las mujeres. Pero ahora, la Dama extendió una mano huesuda y le mostró el precio:
- El Juramento de las Raíces: Las cicatrices en el torso de la Dama no eran heridas de guerra, sino puntadas. Alguien la había cosido al bosque, convirtiéndola en su guardiana eterna.
- El Secreto del Libro: Las páginas de piel de reina no eran solo registros. Eran ladrillos en un muro, diseñados para mantener a la Primera prisionera en su propio telar.
- La Mentira de Alaric: Él no era el último tejedor. Era el carcelero.
—Si liberas a la Primera —advirtió la Dama—, no solo se descoserán los hilos de este reino. Se desharán todos los hilos que nos mantienen vivas.
Nyx miró hacia el corazón del bosque, donde una luz púrpura latía entre los árboles. Algo la llamaba, una canción sin palabras que resonaba en sus huesos.
—¿Y si quiero que se deshaga? —preguntó por primera vez en dieciséis años, y su voz sonó a hojas rasgándose, a lobas aullando en luna nueva.
La Dama retrocedió.
—Entonces te daré esto —murmuró, y de su pecho arrancó una espina larga como un dedo, negra como la tinta del libro—. La última aguja. La que usaron para coser el silencio de tu madre.
Nyx la tomó.
Y con ambas agujas en sus manos (la de luz estelar, la de sangre seca), hizo lo que ninguna tejedora antes que ella:
Comenzó a descoserse a sí misma.
Los hilos de su piel se abrieron, revelando no carne, sino el vacío entre las estrellas.
La Dama gritó.
Pero era demasiado tarde.
Porque Nyx no era la tejedora.
Era la tijera.
Y al cortar el primer hilo de su propio destino, el telar de la Primera gritó con ella.