Elena la Heroína de Tinta y Luz

Elena despertó con el sol acariciando su cabello, como si el universo le susurrara que, a pesar de todo, la luz siempre se las arreglaba para encontrarla. Con su mano izquierda —la obediente, la ágil— tomó el cuaderno de la mesita y anotó el verso que había soñado: «Mis pasos tambalean, pero mis sueños no conocen el suelo.»
La parálisis cerebral le había marcado el ritmo desde que nació, dejando su lado derecho más lento, más pesado. Una hemiparesia que hacía que caminar fuera un vaivén suave, como si llevara el compás de una música secreta. Pero dentro de ella, corría. Bailaba. Volaba.
En su estudio, entre pinceles y libros, Elena era una arquitecta de lo invisible. Sus cuentos infantiles —»El dragón que perdió sus colores» y «La niña que tejía estrellas»— habían llegado a niños que, como ella, sabían que la magia no estaba en lo perfecto, sino en lo posible. Su poemario, «Huellas en el aire», era un mapa de su alma: versos que nacían torcidos, como sus pasos, pero llenos de belleza.
Y luego estaba su blog, Palabras en libertad, su refugio digital donde las palabras no tropezaban. Allí, lejos de miradas curiosas, era solo Elena: escritora, pintora, soñadora. Sus seguidores —gente que jamás había visto su cojera— le escribían cosas como «Tus palabras me sanan» o «Pintas con el alma». Eso la hacía sonreír. Porque en el papel y en la pantalla, no había límites.
Sus amigos la admiraban. No por «superar» su discapacidad, sino por vivir sin pedir permiso. «Eres imparable», le decía Mateo, su compañero de talleres literarios, mientras ella reía y ajustaba el ritmo de sus pasos al suyo. No necesitaba prisa. El mundo podía esperar.
—El amor romántico está sobrevalorado —declaraba, levantando la barbilla con orgullo—. Yo ya estoy enamorada… de la libertad.
Y era cierto. Su espiritualidad no cabía en religiones, pero sentía algo sagrado en cada pincelada, en cada verso que lograba domar. Rezaba creando.
Lo más difícil no era caminar (el suelo siempre estaba ahí, paciente). No. Era ese laberinto entre lo que pensaba y lo que decía. Las ideas en su cabeza eran huracanes, pero al salir, a veces se convertían en brisas entrecortadas.
—No importa —murmuraba frente al espejo, donde se veía hermosa, con su pelo rebelde y sus ojos llenos de historias—. Si la voz me falla, escribiré. Si la mano duda, pintaré.
Porque Elena no era una tragedia. Era una revolución.
Una tarde, mientras pintaba un bosque de árboles parlantes, recibió un correo. Una editorial independiente quería publicar su nuevo cuento, «La chica que caminaba sobre las nubes». Sonrió. No era fama lo que quería. Era algo más simple y enorme: que su voz —aunque imperfecta, aunque única— resonara en algún lugar del mundo.
Y supo, entonces, que nunca había estado rota. Solo había estado bailando a su propio ritmo.

Fin.

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