
En el corazón de Chicago, donde el viento frío del lago Michigan azota las calles, nació Robert Francis Prevost Martínez en 1955. Hijo de un padre estadounidense y una madre española, creció entre ecuaciones matemáticas y rosarios. Su madre, María, le enseñó a rezar en español, mientras su padre, un ingeniero, le inculcó el rigor lógico. A los 18 años, tras una crisis de fe durante sus estudios de Matemáticas en la Universidad de Villanova, Robert encontró su camino en una misa de medianoche. «Dios no es un problema por resolver, sino una presencia por abrazar», le susurró un sacerdote agustino. Esa noche, su vida cambió para siempre.
Ingresó a la Orden de San Agustín y, tras ordenarse sacerdote, partió a Perú en 1985. La tierra andina, con sus montañas escarpadas y comunidades olvidadas, lo adoptó como hijo. En Chiclayo, aprendió quechua, celebró misas bajo techos de paja y caminó kilómetros para visitar pueblos sin agua potable. «Aquí, el Evangelio se escribe con sandalias polvorientas», decía. Fue canciller, vicario judicial y, finalmente, obispo. Su estilo era sencillo: vivía en una casa humilde, comía lo mismo que los feligreses y escuchaba sin prisa. Cuando el terremoto de 2007 arrasó la región, dirigió los esfuerzos de reconstrucción con la misma precisión con la que resolvía teoremas.
En Roma, su nombre resonó con fuerza. Doctorado magna cum laude en Derecho Canónico, su tesis sobre la autoridad del prior local se convirtió en un texto de referencia. El papa Francisco, impresionado por su equilibrio entre intelecto y compasión, lo nombró prefecto del Dicasterio para los Obispos en 2023. «Necesitamos pastores que huelan a oveja», le dijo el pontífice. Prevost, con sus raíces en barrios marginales y su mente en la Curia, encarnaba ese ideal.
El Cónclave de 2025 fue breve pero tenso. Tras cuatro votaciones, la fumata blanca emergió sobre el Vaticano. Robert Prevost, con lágrimas en los ojos, eligió el nombre León XIV. «Por León Magno, que defendió Roma de las invasiones, y por los 14 discípulos que soñaron un mundo nuevo», explicó en su primer discurso. Su elección simbolizaba fortaleza y renovación.
Como León XIV, fusionó lo mejor de sus dos mundos: la disciplina norteamericana y el calor latinoamericano. Abogó por una Iglesia «en salida», descentralizando el poder hacia las diócesis más pobres. Creó un fondo global para migrantes, inspirándose en las historias de peruanos que cruzaban desiertos. En sus viajes, sorprendía al mundo comiendo ceviche en plazas públicas o abrazando a niños en favelas.
Pero su mayor legado fue el Sínodo de la Escucha, donde obispos, laicos y hasta ateos dialogaron sobre justicia climática y desigualdad. «La Iglesia no tiene todas las respuestas, pero debe hacer las preguntas correctas», insistía.
Cuando falleció en 2055, dejando tras de sí una Biblia subrayada y un mapa de Perú gastado, el mundo lloró a un papa que fue matemático, misionero y, sobre todo, un hombre que creyó en la humanidad. Su epitafio, tallado en mármol sencillo, rezaba: «Fui forastero, y me recibisteis».