
Lia era una flor chiquita, con pétalos rosados y suaves como caricias.
Vivía en un jardín lleno de flores altas, mariposas que volaban como si bailaran, y abejas trabajadoras que iban de aquí para allá.
Pero Lia no era como las otras flores.
Mientras todas miraban al sol con los pétalos bien abiertos, Lia se quedaba medio escondida, cerradita, mirando al suelo.
—¿Por qué no abrís tus pétalos, Lia? —le preguntó un día un girasol grandote.
Lia no sabía cómo decirlo. Se quedó callada.
Pero por dentro pensaba: «¿Y si cuando me abro no le gusto a nadie? ¿Y si el viento me despeina? ¿Y si el sol me quema?”
Un día, empezó a llover despacito.
Las flores se movían con la brisa y tomaban el agua felizmente.
Lia sintió una gota en su hoja, y después otra en su pétalo.
No era feo. Era… fresco.
La lluvia no le hacía daño. Le hacía cosquillas.
Esa noche, una luciérnaga se le acercó y le dijo:
—Hola, flor tímida. ¿Querés que te cuente un secreto?
—Sí… —dijo Lia, muy bajito.
—Vos no tenés que ser la flor más alta, ni la más colorida. Solo tenés que ser vos. El mundo necesita flores como vos también.
Lia se quedó pensando toda la noche.
Y al día siguiente, con un poco de miedo y otro poco de valor, abrió sus pétalos por primera vez.
No pasó nada malo. Nadie se rió.
El viento la saludó suavecito.
El sol le dio calor sin quemarla.
Una abeja le hizo una visita, y hasta una niña del jardín la miró y dijo:
—Mirá qué linda esa flor chiquita.
Lia sonrió por dentro. No necesitaba ser grande para ser valiosa.
Desde entonces, a veces se cerraba, sí, cuando tenía miedo.
Pero ya sabía abrirse otra vez, porque había aprendido algo muy importante: ser uno mismo es suficiente.