
El aire en el Bosque de Sombras Vivas olía a tierra húmeda y promesas rotas. Valeria de la Nocheblanca caminaba entre los árboles con su morral de cuero al hombro, sus dedos enguantados acariciando los tallos de las plantas como si pidieran permiso para arrancarlas. Cada hoja susurraba en una lengua que solo ella entendía, un murmullo de quejas y anhelos que le hacían apretar los dientes. Demasiado ruido, pensó, ajustándose la chaqueta bordada con hilos de plata, herencia de su madre. Los hilos brillaban tenuemente, como estrellas atrapadas en tela.
Había venido al claro de los Lamentos Susurrantes, un lugar donde las flores crecían en espirales perfectas y los hongos emitían un resplandor violeta. Necesitaba muestras para su herbario, algo que probara a los ancianos de Lumbrís que la ciencia podía explicar incluso lo que temían. Pero el bosque nunca cooperaba. Una raíz se enredó en su tobillo, tirándola hacia el suelo con suavidad deliberada.
—No hoy —murmuró Valeria, liberándose con un tirón—. Ya jugaste esa broma la semana pasada.
Un graznido burlón resonó sobre su cabeza. La Lechuza de Ceniza estaba posada en una rama baja, sus ojos dorados brillando como monedas malditas.
—¿Ciencia o superstición, Valeria? —su voz sonó como el crujir de hojas secas—. Tus guantes no te protegerán de lo que buscas.
—Cállate —respondió ella, sin mirarlo. Sabía que si lo hacía, el pájaro se desvanecería, dejando solo una risa eco.
Al inclinarse para examinar un hongo bioluminiscente, algo captó su atención: una flor negra, tan oscura que parecía un recorte de la noche, crecía entre las raíces de un roble antiguo. Sus pétalos eran aterciopelados, y en su centro brillaba una gota de néctar rojo, espeso como sangre. Valeria contuvo la respiración. Nunca había visto algo así en sus libros.
—No —murmuró, pero sus manos ya se movían, quitándose el guante derecho. El contacto con la flor fue eléctrico.
Visiones.
Un niño llorando, de rodillas frente a un árbol cuyas ramas se retorcían como serpientes. Dos siluetas eran absorbidas por la corteza, sus gritos ahogados por el crujir de la madera. El niño —Lucián, reconoció Valeria por los ojos grises— alargaba una mano hacia el árbol, pero una mujer con una chaqueta plateada lo arrastraba lejos…
El sonido de pasos la sacó del trance. Valeria retrocedió, tropezando con una raíz. Lucián Cárdenas estaba a tres metros de ella, su paleta de pintura colgando de un cinturón y una navaja en la mano. Sus ojos grises, idénticos a los de la visión, brillaban con una furia helada.
—¿Qué haces aquí, Nocheblanca? —su voz era áspera, como si la hubiera tenido enterrada bajo tierra—. Este no es lugar para tus experimentos.
Valeria se levantó, ocultando la flor tras su espalda.
—No es asunto tuyo, Cárdenas. A menos que hayas decidido pintar musgo en vez de tus horribles criaturas.
Lucián dio un paso hacia ella. El olor a trementina y ceniza lo envolvía.
—El bosque no es un laboratorio —dijo, señalando con la navaja hacia el roble—. Tus experimentos despiertan cosas. Cosas que deberían quedarse dormidas.
Valeria rio, un sonido frío que ni siquiera a ella le convenció.
—¿Como tus padres? —la palabras salieron antes de que pudiera detenerlas.
El silencio fue tan denso que pudo escuchar el latir de sus propios ojos. Lucián empalideció, y por un segundo, Valeria vio al niño de la visión: vulnerable, roto. Luego, su expresión se endureció.
—Cuidado con los secretos que cavas —susurró él—. Algunos muerden.
Se dio la vuelta y desapareció entre los árboles, dejando atrás un rastro de carbón y rabia. Valeria exhaló. La flor en su mano latía como un corazón herido, y el néctar rojo le manchaba la piel.
—Ahora entiendes —la Lechuza de Ceniza aterrizó a su lado, inclinando la cabeza—. Él es la llave. Y tú, la cerradura.
Antes de que pudiera responder, un gemido retumbó bajo sus pies. Las hojas del roble comenzaron a caer, secas y quebradizas. La flor negra en su mano se marchitó de repente, y un hilo de humo negro ascendió desde el suelo.
El bosque estaba enfermo. Y ella lo había tocado primero.