El Susurro de las Sombras Florecidas: Capítulo 4: Las Lágrimas de la Luna Estancada

El bosque renacido respiraba con pulmones nuevos. Los árboles del Sendero de los Suspiros ahora tenían hojas de cristal que tintineaban con el viento, y los arroyos corrían con agua negra que reflejaba el cielo al revés. Valeria observaba el mundo desde su ventana, los dedos jugueteando con el broche de plata de su chaqueta. Ya no sentía el dolor de las plantas, pero el silencio en su cabeza era tan ensordecedor como los antiguos susurros.
Lucián, por su parte, descubrió que el tatuaje de raíces en su brazo crecía. Cada noche, las líneas negras se extendían un poco más hacia su pecho, dibujando patrones que coincidían con los mapas estelares que su abuelo colgaba en el taller. A veces, soñaba con raíces que trepaban por su garganta, y despertaba con tierra en la boca.
La Dama de los Cardos los convocó al pantano una semana después. Su cabaña ahora estaba rodeada de crisantemos que gritaban cuando el viento soplaba desde el este. En su interior, la Dama tejía una tela con los hilos de sus propias ortigas, las manos sangrantes y serenas.
—El bosque está agradecido —dijo, sin levantar la vista—. Pero la Lechuza de Ceniza no olvida. Ha reunido a los espectros del follaje, almas de aquellos que el bosque devoró sin piedad.
—¿Y qué quieren? —preguntó Lucián, desafiante.
La Dama sonrió, mostrando sus colmillos.
—Equilibrio. La Lechuza cree que ustedes dos son una anomalía. Que deberían haber sido consumidos en el Abismo. —Señaló a Valeria con la aguja de tejer—. Tú sin tu don, él con su marca… Son un blanco fácil.
Valeria cruzó los brazos.
—¿Por qué no nos detuviste antes?
—Porque necesitaba que rompieran el pacto —confesó la Dama, sus ojos tornándose grises, el color de la nostalgia—. Hace siglos, la Lechuza y yo éramos guardianes. Él eligió el bosque, yo elegí… esto. —Hizo un gesto vago hacia su cabaña—. Su venganza no es contra ustedes, es contra mí.
Esa noche, en el Estanque de la Luna Estancada, un lugar donde el agua no fluye y la luna se refleja como un ojo abierto, Valeria y Lucián se encontraron sin planearlo. Ella recogía muestras del agua negra; él intentaba pintar el paisaje, pero los colores se corrían como lágrimas en el lienzo.
—¿Crees que la Dama nos dijo toda la verdad? —preguntó Valeria, rompiendo el silencio que pesaba como un mantel húmedo.
Lucián hundió el pincel en un frasco de aguarrás.
—Nadie dice toda la verdad aquí. Ni siquiera nosotros.
Ella se sentó junto a él, observando cómo el tatuaje en su brazo se enroscaba hacia el dorso de la mano. Sin pensar, tocó las líneas negras. Lucián contuvo la respiración.
—Duele —mintió.
—Sí —respondió ella, sabiendo que no hablaba del tatuaje.
Un aullido rasgó la noche. Entre los árboles, figuras translúcidas avanzaban: los espectros del follaje, cadáveres de musgo y corteza con ojos de luciérnagas moribundas. En el centro, la Lechuza de Ceniza batía sus alas, cada pluma un espejo roto que reflejaba momentos de dolor: la madre de Valeria fusionándose con el roble, el padre de Lucián gritando desde las raíces.
—El bosque los reclama —rugió la Lechuza—. O se van voluntariamente… o los desgarraré.
Valeria tomó la mano de Lucián. La marca en su brazo brilló con un fulgor violeta, y el agua del estanque comenzó a hervir.
—¿Tienes un plan? —murmuró Lucián, preparando su navaja.
—Sí —respondió ella, sacando un frasco de agua negra—. Correr.
La huida fue una pesadilla de sombras y ecos. Los espectros lanzaban semillas que germinaban en cortes, convirtiendo su sangre en enredaderas. La Lechuza los perseguía, sus espejos-pluma proyectando ilusiones de futuros posibles: Valeria envejeciendo sola, Lucián devorado por su tatuaje, el pueblo de Lumbrís reducido a escombros cubiertos de hongos.
Al cruzar el Puente de las Almas Perdida, una estructura de hielo y lágrimas congeladas, Valeria resbaló. Lucián la atrapó por la muñeca, pero el tatuaje en su brazo reaccionó: las raíces se clavaron en la piel de Valeria, fusionándolos en un grito compartido.
La Lechuza se rió desde arriba.
—¡Mírense! El bosque ya los tiene.
Valeria miró a Lucián. En sus ojos, vio el mismo pánico y rabia que ardía en ella. Sin pensarlo, juntó sus labios con los de él. No fue un beso de amor, sino de desafío: un acto de humanidad cruda en medio de la decadencia.
El efecto fue inmediato. El tatuaje de Lucián y las cicatrices de Valeria brillaron, y un pulso de energía los liberó de las raíces. Los espectros retrocedieron, y la Lechuza gritó, cegada por la luz.
Al amanecer, encontraron refugio en una cueva donde las paredes brillaban con cuarzo azul. Lucián vendó el brazo de Valeria con trozos de su camisa, evitando mirarla a los ojos.
—Eso no significó nada —dijo él, mentira transparente.
—Claro que no —mintió ella, sintiendo el peso del frasco de agua negra en su bolsillo. Había recolectado lo suficiente para un experimento.
Mientras Lucián dormitaba, Valeria bebió el agua. El sabor fue a ceniza y raíces, pero en su mente, por un instante, los susurros del bosque regresaron. Solo una palabra, repetida como un mantra:
«Sangran… sangran… sangran…»
Fuera de la cueva, algo enorme se movía entre los árboles. Algo que no era espectro, ni bestia, ni humano.
Algo que el bosque había gestado en secreto.

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