El Susurro de las Sombras Florecidas: Capítulo 5: El Latido de las Raíces

La cueva de cuarzo azul respiraba con un fulgor frío, iluminando las sombras de Valeria y Lucián como espectros acuáticos. Las paredes, tachonadas de cristales que palpitan al ritmo de un corazón subterráneo, guardaban el eco de suspiros ancestrales. Valeria apretó el frasco vacío entre sus dedos, la lengua aún entumecida por el regusto a ceniza de las aguas negras. «Sangran…», susurraban las paredes, o tal vez era su mente. Lucián dormitaba recostado contra una roca, el tatuaje ahora cubriendo su clavícula, las raíces negras latiendo al compás de la luz del cuarzo.
Fuera, el crujido de ramas quebró el silencio. Algo arrastraba un cuerpo pesado, húmedo, dejando un rastro de savia espesa que olía a podredumbre dulce. Valeria se incorporó, la mano temblorosa buscando la navaja en su botas. Lucián despertó con un jadeo, las raíces en su piel retorciéndose como serpientes bajo un hechizo.
—¿Lo oyes? —murmuró Valeria, los ojos fijos en la entrada de la cueva, donde las sombras se espesaban.
El aire se enrareció. Primero fue una mano, o algo que se asemejaba a una mano: dedos de enredadera retorcida, uñas de corteza afilada. Luego emergió la criatura, una silueta desgarrada entre lo humano y lo arbóreo. Su torso estaba abierto, revelando un corazón de madera carcomida rodeado de luciérnagas agonizantes. Los ojos, dos pozos de resina negra, seguían el ritmo del fulgor del cuarzo.
—Es el bosque… hecho carne —susurró Lucián, levantándose con esfuerzo. El tatuaje le ardía, como si las raíces quisieran escapar de su piel.
La criatura emitió un gemido, un sonido entre el crujir de ramas y el llanto de un niño. Avanzó, y con cada paso, las flores bajo sus pies se marchitaban, convertidas en polvo negro. Valeria retrocedió, pero su mirada se cruzó con la de Lucián. No había necesidad de palabras: correr era inútil.
Lucián blandió su navaja, la hoja brillando con un líquido aceitoso que había recolectado del Puente de las Almas Perdidas. Valeria desenrolló un trozo de tela ensangrentada, donde guardaba espinas de crisantemo gritón. La criultura alzó su brazo leñoso, y el suelo estalló en raíces serpenteantes.
—¡Ahora! —gritó Lucián, lanzándose hacia adelante. Su navaja cortó el aire, y el tatuaje en su pecho brilló con un destello violeta. Las raíces que los atacaban se retorcieron, dudando, como si reconocieran su marca.
Valeria arrojó las espinas. Al contacto con la savia de la criatura, estallaron en llamas verdes que treparon por su cuerpo. El monstruo aulló, y por un instante, su corazón de madera quedó expuesto. Valeria vio su oportunidad. Con un grito ahogado, clavó la navaja en el centro resinoso.
El estruendo fue ensordecedor. La criatura se desintegró en una lluvia de semillas afiladas y hojas secas. Pero la victoria fue breve: Valeria cayó de rodillas, las manos ensangrentadas, mientras el eco de «sangran…» retumbaba en su cráneo como un tambor de guerra.
Lucián la rodeó con sus brazos, pero ella se apartó bruscamente.
—No me toques —gruñó, aunque más que rabia, había miedo en su voz. El agua negra había despertado algo en ella: una sed voraz que no era suya.
Antes de que Lucián pudiera responder, el cuarzo azul de la cueva comenzó a oscurecerse. En las paredes, como tinta filtrándose en papel, aparecieron runas antiguas. Lucián las reconoció: eran los mismos símbolos que su abuelo tallaba en los amuletos para ahuyentar a los espíritus del follaje.
—Es un mensaje… o una advertencia —musitó, trazando los glifos con los dedos. Las raíces de su tatuaje se alinearon con las runas, y de pronto, una imagen se proyectó en el aire: un claro en el bosque donde un árbol de corteza dorada sangraba por un corte en su tronco.
—El Árbol del Equilibrio —susurró Valeria, recordando los mitos que su madre contaba—. Si muere, el bosque se convierte en un parásito.
Lucián se volvió hacia ella, los ojos brillando con una mezcla de esperanza y desesperación.
—¿Crees que si lo curamos… el bosque nos dejará en paz?
Valeria no respondió. En su bolsillo, el frasco vacío pesaba como un pecado. Sabía la verdad: para sanar el árbol, se necesitaría un sacrificio. Sangre. Y el bosque ya había elegido a quién.
Mientras salían de la cueva, evitando mirar los restos de la criatura, algo los observaba desde lo alto. La Lechuza de Ceniza, con sus plumas de espejo rotas ahora entrelazadas con vendas de musgo, rugió en silencio. En sus garras sostenía un collar de dientes humanos, el mismo que la Dama de los Cardos usaba cuando aún tenía nombre.

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