El Susurro de las Sombras Florecidas: Capítulo 11: El Latido de los Espejos Rotos

El jardín de flores metálicas respiraba. Cada pétalo, una lámina afilada que tintineaba con el viento, entonaba una melodía fría pero vital. Lucián caminaba entre ellas, sus cicatrices doradas pulsando al ritmo del bosque. Las heridas ya no le dolían; eran mapas de un territorio que ahora habitaba en él. En su mano izquierda, aún temblorosa, sostenía una hoja de espejo caída del árbol de Valeria. En su superficie reflejada, veía destellos de sí mismo: un niño asustado en un pueblo olvidado, un guerrero de corteza, un fantasma con raíces en los huesos.
—No puedes quedarte aquí —murmuró, aunque no estaba seguro de si hablaba consigo mismo o con el bosque.
El brote nuevo, aquel frágil vástago que emergió al final de la batalla, crecía rápido. Ya alcanzaba su altura, sus tallos translúcidos brillaban con venas de néctar verde. Pero algo en su núcleo inquietaba a Lucián: al mirarlo de cerca, distinguía un destello de polen dorado, el mismo que una vez llevó la niña en sus pupilas.
¿Miedo o premonición? Las raíces del bosque susurraban en su mente, usando la voz de Valeria, pero distorsionada, como un eco a través de cristales.
—Ambos —respondió Lucián, posando una mano sobre el brote. La planta se estremeció, y por un instante, creyó escuchar una risa de campanas quebradas.
Al anochecer, las flores metálicas comenzaron a cerrarse, sus pétalos formando jaulas brillantes. Era entonces cuando el bosque revelaba sus secretos. Esa noche, Lucián encontró el primer espejo roto. No era una hoja caída, sino un fragmento del trono de la niña, incrustado en el suelo como un diente venenoso. Al tocarlo, las visiones lo atraparon:
Valeria, convertida en árbol, sus raíces perforando el corazón del bosque nuevo. Pero entre sus ramas, algo se movía: sombras con ojos de crisálida, retorciéndose, hambrientas. Y el brote, ahora adolescente, alzándose con flores negras que goteaban néctar.
El fragmento se deshizo en arena plateada. Lucián jadeó, sintiendo el polen de la niña en su garganta, dulce y asfixiante.
—Ella no se ha ido —susurró, y el bosque gimió en respuesta.
Decidió adentrarse en el territorio prohibido: el claro donde el árbol de Valeria se alzaba, su tronco una columna de espejos que reflejaban infinitos futuros. Al llegar, vio que las hojas ya no mostraban caminos, sino ausencias. Donde antes había visiones de Lucián como guardián, ahora solo había siluetas vacías, devoradas por la oscuridad.
—¿Qué está pasando? —exigió, presionando su frente contra el tronco.
El árbol vibró, y una figura emergió de los espejos: Valeria, pero no la de cicatrices estelares, sino una versión anterior, humana, con el cabello lleno de espinas vivas.
—El brote lleva su semilla —dijo, con voz que se desdoblaba en mil susurros—. La niña era un parásito, pero los parásitos… persisten.
—¿Cómo lo detenemos?
Valeria (¿o su eco?) miró hacia el cielo, donde las estrellas comenzaban a opacarse, tragadas por nubes de polen.
—Debes elegir: ¿destruir el brote o permitir que el bosque se redefina? —Las palabras resonaron como un desafío.
—Esa no es elección, es tortura —gruñó Lucián, pero el árbol ya se cerraba, sus espejos oscureciéndose.
Al regresar al jardín, el brote había florecido. Sus pétalos, negros como la noche sin luna, exhalaban un aroma que quemaba la memoria: olía a Lumbrís ardiendo, a la niña danzando, al miedo que precedía a la transformación. Y en el centro de la flor, una figura se gestaba: pequeña, femenina, con cabellos de raíces brillantes.
—No otra vez —rogó Lucián, desenvainando su daga de corteza, pero las flores metálicas se alzaron, protegiendo al brote.
Es parte de ti también, susurró el bosque, y esta vez fue la voz de la niña la que habló desde las profundidades.
En un acto de desesperación, Lucián clavó la daga en su propia cicatriz dorada. La resina que brotó no era sangre ni savia, sino tiempo: recuerdos líquidos de su humanidad. Los arrojó al brote.
La flor negra estalló en un grito silencioso. La figura en su interior se desvaneció, pero del tallo emergió algo nuevo: un niño andrógino de piel de musgo y ojos como pozos estelares. Sus primeras palabras fueron un suspiro de hojas secas:
—¿Soy el equilibrio o la caída?
Lucián, debilitado, cayó de rodillas.
—Eres… una posibilidad —respondió, mientras el bosque entero contenía el aliento.

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