
El árbol de Valeria se desvaneció en una lluvia de astillas de espejo, cada fragmento grabado con instantes de su existencia: un beso en un puente, una espina clavada en un corazón, un susurro de raíces. Lucián observó desde el umbral, la savia negra de sus ojos formando ríos serpenteantes en su rostro. Sabía lo que venía. El bosque siempre cobraba su precio.
La flor blanca crecía en el centro del claro, su tallo tan delgado que parecía dibujado con tiza en el aire. Sus pétalos, translúcidos como lágrimas, emitían una luz que no iluminaba, sino que desvelaba. Donde caía su resplandor, las flores metálicas se despojaban de su filo, convirtiéndose en crisantemos de vidrio soplado. El jardín entero se ablandaba, como si el bosque finalmente exhala después de siglos conteniendo el aliento.
Lucián se arrodilló ante la flor. Su mano, ahora más raíz que carne, tembló al acercarse.
—¿Eres ella? ¿O solo otra semilla sin memoria? —preguntó, aunque ya no esperaba respuestas.
La flor se inclinó, rozando sus labios con un polen que sabía a nieve derretida. La visión lo arrastró:
Un bosque sin espejos. Sin parásitos. Raíces que se entrelazan como manos, árboles que crecen torcidos pero libres. Y en el centro, una figura nebulosa con cabello de espinas y sonrisa de viento.
Al despertar del trance, Lucián notó que la savia negra en sus ojos había cesado. En su lugar, brotaban lágrimas de resina ámbar, duras y brillantes como cápsulas de tiempo. Las recogió en su palma, sintiendo el peso de cada una: contenían los últimos vestigios de Valeria, de la niña, de Lumbrís.
—Para que el olvido no sea vacío, sino elección —murmuró, y enterró las lágrimas alrededor de la flor blanca.
El bosque respondió. Las raíces del árbol caído emergieron, envolviendo las cápsulas de ámbar en un abrazo fúnebre. De su interior brotaron hongos de luz, seres efímeros que danzaron alrededor de la flor antes de estallar en chispas. Con cada explosión, un fragmento del pasado se desintegraba: el Puente de las Almas Perdidas se convertía en polvo, el trono de espejos de la niña se fundía en arroyos de plata, las cicatrices doradas de Lucián se cerraban, dejando piel lisa y pálida.
Cuando solo quedó la flor, el bosque era nuevo otra vez. Ya no plateado, ni negro, ni verde ceniza. Era color de tierra húmeda, de troncos que aceptaban sus nudos y grietas. Lucián se levantó, sintiendo por primera vez el peso de su humanidad redimida.
—¿Y ahora? —preguntó al vacío, sabiendo que Valeria no respondería.
Pero la flor lo hizo. Con un crujido suave, se desprendió de su tallo y flotó hasta posarse en su pelo. Al hacerlo, Lucián entendió: el bosque no necesitaba guardianes ni puentes. Necesitaba testigos.
Caminó hacia donde alguna vez estuvo Lumbrís. Encontró un riachuelo cantando una canción sin palabras, ciervos con astas de coral sonriéndole desde la espesura, y en el cielo, nubes que jamás lloverían fuego. Al caer la noche, se detuvo frente a un roble anciano. En su corteza, una hendidura en forma de corazón latía suavemente.
—Aquí —susurró, y colocó la flor en la hendidura.
El roble absorbió la flor, y en sus ramas surgieron frutos de cristal. Dentro de cada uno, una semilla blanca pulsaba. Lucián recogió uno, sintiendo su calor familiar.
—Crecimiento sin dolor —dijo, y fue lo más cercano a una promesa que pudo articular.