
El aire en Santiago olía a hierba mojada y promesa cuando Iria le dijo a Brais:
—No puedo quedarme. La abuela Dolores, en Pontedeume… está sola.
Brais, con su pelo oscuro como la noche de San Juan, apretó sus manos como si el mundo fuera a desvanecerse.
—Yo espero, Iria. Un año, dos… lo que necesites.
Pero ella negó con la cabeza, un movimiento triste y firme como el tañido de la Catedral.
—No. Vive, Brais. Busca tu felicidad. Yo tengo una deuda que pagar. Es la sangre llamando.
En Pontedeume, en una casa de piedra con ventanas que miraban al río Eume, la abuela Dolores recibió la noticia con furia.
—¡Loca! ¡Dejar Santiago, los estudios, tu futuro… por una vieja en una aldea sin más futuro que el camino al cementerio! ¡No te quiero aquí!
Y así, con determinación silenciosa, Dolores contrató a Fiz, una muchacha de la aldea con la fuerza de un roble y un corazón manso.
Pero Iria llegó igual. La puerta de la casa de la abuela se abrió en un silencio incómodo. Dolores la miró con ojos duros como el granito.
—Ya te dije que no hacía falta. Fiz está aquí.
Fiz, rubia y fuerte, bajó la vista, sintiéndose de más. Pero Iria sonrió, cansada después del viaje.
—Bien. Pues nos quedaremos las dos.
Los primeros días fueron una danza torpe de silencios y miradas esquivas. Dolores rechazaba la ayuda de Iria con brusquedad. Prefería a Fiz. Pero Iria no se retiró. Preparaba el caldo con la paciencia que había aprendido de su madre, avivaba la chimenea cuando Dolores dormía en el sillón, y hablaba en voz baja de las calles de Santiago que la abuela ya no podía recorrer.
Fiz, por su parte, hacía los trabajos pesados y contaba historias de la tierra. Así, poco a poco, nació una extraña armonía. Fiz conocía los secretos prácticos de la aldea, Iria traía el cuidado tierno y los recuerdos. Dolores, entre las dos, se fue ablandando como la cera al fuego. Ya no protestaba cuando Iria le peinaba el pelo blanco ni cuando Fiz le traía castañas asadas del hogar.
Y la aldea, envuelta en la niebla que subía del río, tenía sus propios habitantes invisibles. Los viejos hablaban del Trasno de Pontedeume, un duende bromista que escondía herramientas y hacía reír a los perros por la noche. Y de la Dama del Eume, una sombra pálida y triste que se aparecía en las noches de luna llena, vagando por las orillas del río como buscando algo perdido.
Una noche, cuando una niebla espesa abrazó la casa, Iria escuchó una música distante, una flauta melancólica. Miraba por la ventana cuando Fiz llegó silenciosa.
—Es ella —susurró Fiz—. La Dama. Se dice que perdió a su amor en el río…
Iria pensó en Brais, en sus cartas que guardaba en una lata de galletas sin abrir, en sus palabras de espera. Sintió una punzada en el pecho.
Al día siguiente, una pequeña confusión con las llaves de la despensa hizo reír hasta a Dolores.
—El Trasno anda revoltoso hoy —dijo Fiz con un brillo en los ojos.
Iria miró a su abuela reír, un sonido raro y precioso como agua en un arroyo seco. Y vio a Fiz, sólida y gentil, convirtiéndose en un pilar inesperado. Entendió que no había venido solo por una deuda. Había venido por un lugar que la llamaba, por una conexión más profunda que el deber.
Una tarde, sentada a la orilla del Eume, Iria finalmente abrió una de las cartas de Brais. Leía sus palabras de amor y esperanza cuando una brisa cálida, contraria al viento frío, acarició su pelo. Miró alrededor. No había nadie. Solo el bosque antiguo y el río murmurando secretos eternos. Pero por un instante, sintió una presencia cálida, una comprensión silenciosa que no necesitaba palabras.
Iria no sabía si volvería con Brais. La vida en Pontedeume, con su abuela que ya le sonreía abiertamente, con Fiz que se había convertido en una hermana inesperada, y con las sombras amigables del Trasno y la Dama que habitaban los bordes de la realidad, echaba raíces en ella. Las cartas de Brais seguían llegando, guardadas cuidadosamente. Ella no le escribía. No todavía.
Sabía que le había dicho que viviese. Y ahora, bajo el cielo gris de Pontedeume, entre el rumor del Eume y el ronquido de la abuela dormida, Iria entendía que ella también estaba aprendiendo a vivir. Vivir una vida diferente, llena de obligaciones inesperadas, de amor que se transforma y de mitos que susurran que, a veces, el verdadero destino nos espera en los lugares a los que el corazón nos llama, no en los que planeamos. Y allí, en la aldea perdida, encontraba una felicidad profunda, tranquila, tan real como la piedra de la casa y tan misteriosa como la Dama en la noche. El deber se había transformado en pertenencia. Y la tierra la había reclamado.