
La primavera llegó a Pontedeume como un suspiro verde. El invierno feroz había cedido, dejando atrás un aire más limpio y una luz dorada que bañaba las piedras del pueblo y las aguas del Eume, ahora serenas pero profundas. Dolores, milagrosamente recuperada de su crisis, era una versión más suave de sí misma. Aceptaba el cuidado de Iria y Fiz sin protestas, y hasta dejaba escapar sonrisas pequeñas y arrugadas cuando Fiz contaba las últimas travesuras del Trasno (que ahora se dedicaba a enredar los ovillos de lana de Dolores).
Pero la paz tenía un nuevo matiz. La despedida silenciosa de las cartas de Brais al río había sido un cierre. Iria no sentía vacío, sino una extraña plenitud. Había elegido, con todo el peso y la luz de esa elección. Su vida estaba aquí, en el ritmo lento de la aldea, en el calor de la chimenea compartida, en la tierra que trabajaba junto a Fiz, sintiendo cómo sus manos, antes acostumbradas a los libros de Santiago, se endurecían y aprendían el lenguaje de la semilla y el surco.
Sin embargo, Pontedeume, como el río que lo atravesaba, nunca estaba completamente quieto. Una mañana, mientras Iria y Fiz llevaban patatas recién cosechadas a la pequeña tienda del pueblo, se encontraron con un murmullo inusual frente al viejo muelle. Xan, el hijo del tabernero, un hombre joven con ojos inquietos y manos que gesticulaban demasiado, hablaba con vehemencia a un grupo de vecinos.
«—¡No es cerrar caminos, es mejorarlos!» decía Xan, golpeando un plano desplegado sobre un barril. «¡Un mirador aquí, junto a las ruinas del castillo! ¡Senderos señalizados hacia la Fraga! ¡Y pensad en las casas de aldea restauradas, con encanto gallego auténtico, para los turistas!»
La palabra turistas cayó como una piedra en el estanque tranquilo del grupo. Algunos asentían con interés, viendo monedas brillantes. Otros, los más viejos, fruncían el ceño, sus rostros como mapas de preocupación tallados en madera de roble. El alcalde, un hombre práctico pero cauteloso, rascaba su barbilla.
—Xan tiene algo de razón —murmuró—. El pueblo se vacía. Los jóvenes se van… como tú, Iria, aunque tú volviste —añadió con un gesto hacia ella.
Iria sintió todas las miradas sobre sí. Fiz, a su lado, apretó el mango de la cesta de patatas hasta blanquearle los nudillos.
—Volví por la abuela —dijo Iria, con calma, pero su voz resonó clara en el silencio repentino—. Y porque aquí encontré algo que en Santiago había perdido. Pero esto… —señaló el plano con los coloridos dibujos de miradores y casitas de ensueño— …esto no es Pontedeume. Esto es un disfraz.
Xan enrojeció.
—¡Es progreso, Iria! ¡Oportunidad! ¿O prefieres que el pueblo se convierta en un fantasma, como la Dama del Eume?
El nombre de la Dama flotó en el aire, cargado de un peso nuevo. Desde aquella noche de invierno en que Iria la había visto con tanta claridad, la presencia espectral había adquirido otra dimensión. Ya no era solo una leyenda triste; era un recordatorio de lo que el río guardaba, de la historia profunda y silenciosa que el «progreso» de Xan podía arrasar sin entenderla.
—Pontedeume vive —replicó Iria, firme—. Vive en sus historias, en su río, en su gente que sabe el nombre de cada roble y el susurro del viento en cada valle. Meter autobuses de turistas y miradores de cristal… eso sí que lo mataría. Lo convertiría en un escenario, no en un hogar.
Hubo un murmullo de aprobación entre los más viejos. Fiz asintió, casi imperceptiblemente. Pero Iria vio la chispa de desafío en los ojos de Xan. La batalla por el alma de Pontedeume apenas comenzaba.
Las semanas siguientes trajeron una tensión sutil. Xan comenzó a medir caminos, a hablar a solas con propietarios de casas abandonadas. Iria, por su parte, encontró una aliada inesperada: la propia Fraga do Eume. Junto con Fiz, comenzó a recorrer senderos olvidados, a limpiar fuentes antiguas, a recopilar las historias que los ancianos contaban junto al fuego – no solo la del Trasno y la Dama, sino la de los «Mouros» que construyeron los molinos, la del lobo que aullaba en las noches de luna, la de las «meigas» que curaban con hierbas del bosque. Dolores, sentada en su sillón junto a la ventana, se convertía en su archivo viviente, su memoria despierta.
—El mirador que quiere Xan —dijo una tarde Dolores, mientras Iria le peinaba su pelo blanco como la nieve— está donde el viejo Carballo del Abrazo. Un roble que vio nacer a mi abuelo. Lo cortarán para poner cristal y cemento. —Su voz era plana, pero Iria percibió el dolor en sus ojos, ahora más claros y presentes que nunca.
Iria sintió una ira fría. No era solo nostalgia; era la profanación de una raíz viva. Esa noche, caminó sola hasta el Carballo del Abrazo. Era un coloso anciano, sus ramas extendidas como brazos protectores sobre un recodo del río donde la luz de la luna se quebraba en mil destellos plateados. Tocó su corteza rugosa, sintiendo siglos bajo sus dedos. El susurro del Eume era más fuerte aquí, una canción profunda y antigua.
De repente, una sensación de frío intenso, aunque no desagradable, la envolvió. No era el viento. Giró lentamente. Allí, entre los helechos, bañada por la luz lunar que filtraban las ramas, estaba la Dama del Eume. Más nítida que nunca. Su rostro pálido reflejaba una tristeza infinita, pero también una advertencia. Sus ojos, pozos de oscuridad líquida, se fijaron en el viejo roble, luego en el camino que Xan quería ampliar. Alzó una mano espectral, no hacia Iria, sino hacia el río. El murmullo del agua pareció intensificarse, convertirse en un lamento profundo.
Iria no sintió miedo. Sintió un escalofrío de comprensión. La Dama no era solo el alma de un amor perdido; era el espíritu guardián del lugar, del equilibrio entre la tierra, el río y la memoria. Y el plan de Xan era una herida abierta en ese equilibrio.
—Lo sé —susurró Iria hacia la figura translúcida—. No lo permitiré.
La Dama sostuvo su mirada un instante más. Luego, como disuelta en el propio vapor que se alzaba del río, comenzó a desvanecerse. Pero antes de desaparecer por completo, Iria creyó ver, fugazmente, el esbozo de algo que no era tristeza: era un atisbo de… ¿esperanza?
La confrontación llegó en la reunión del concejo. Xan presentó su plan con brío, prometiendo prosperidad. El alcalde parecía convencido. Iria se levantó. No llevaba planos ni cifras. Llevaba la lata de galletas de Dolores. De ella sacó un puñado de fotografías descoloridas: el Carballo del Abrazo en su esplendor, una fuente de piedra musgosa ya medio enterrada, un sendero antiguo bordeado de helechos. Y luego, contó. Contó la historia del roble, la leyenda de la fuente que curaba las penas, el susurro de los Mouros en el molino abandonado. Habló de la Dama del Eume, no como un cuento para asustar niños, sino como el símbolo de todo lo que el progreso despiadado podía perder para siempre: la identidad, la memoria, el alma del lugar.
—¿Qué venderemos? —preguntó Iria, su voz clara y firme en el silencio expectante— ¿Un escenario vacío, o un lugar vivo, con raíces profundas y misterio auténtico? El turismo puede venir, sí. Pero que venga a escuchar el río, a respirar la Fraga, a sentir la historia en las piedras, no a aplastarlo todo bajo cemento y carteles brillantes. Podemos mostrar nuestra verdad, no inventar una mentira pintoresca.
Su discurso no fue un grito, fue una canción. La misma canción profunda y persistente del río. Fiz, sentada atrás, asintió con lágrimas en los ojos. Incluso algunos de los que antes apoyaban a Xan bajaron la mirada, tocados.
El alcalde respiró hondo.
—La voz de la tierra es fuerte —dijo, mirando a Iria, luego a los viejos, cuyos rostros reflejaban un orgullo renacido—. Quizás… quizás haya otra manera. Más lenta. Más respetuosa. Habrá que pensarlo mejor.
Xan apretó los puños, derrotado por ahora, pero no convencido. La batalla no había terminado, pero Iria había ganado una tregua crucial. Había plantado su bandera: la bandera de la autenticidad, de las raíces, del misterio que daba vida a Pontedeume.
Al salir de la reunión, la noche estaba estrellada. Iria caminó hacia el río. Fiz la siguió en silencio. Se detuvieron en la orilla, donde el Eume reflejaba el cielo. De repente, Fiz habló, su voz más suave de lo habitual:
—Ella te escuchó. La Dama. —Hizo una pausa—. Anoche… después de que hablaste con ella bajo el Carballo… la vi. No como tú la ves. Pero sentí… una calma. Como si un peso se hubiera aliviado.
Iria miró a su amiga, su roble humano, su hermana del alma. En la oscuridad, los rasgos fuertes de Fiz parecían fundirse un instante con la palidez etérea de la Dama. Era solo un juego de sombras y luna, pero Iria comprendió algo profundo: Fiz era de aquí, tan parte del río y de la tierra como la propia leyenda. Su fuerza silenciosa, su conexión instintiva con los ritmos ocultos, era el otro pilar que sostenía el verdadero espíritu de Pontedeume, junto al arraigo elegido de Iria.
—Nosotras la escuchamos —corrigió Iria suavemente, tomando la mano callosa de Fiz—. Y ella nos escucha a nosotras. Este lugar… nos habla a través de ella. A través del río. A través del viento en los árboles.
Fiz apretó su mano. No hubo más palabras. No eran necesarias. Juntas, las dos mujeres, la que vino por deber y se quedó por amor, y la que siempre fue la savia oculta de la tierra, contemplaron el fluir eterno del Eume. El río llevaba las historias pasadas, las lágrimas y las risas, los secretos de la Dama y el eco de las cartas de Brais. Pero también llevaba el futuro, incierto pero esperanzado, de un pueblo que, gracias a ellas, quizás aprendería a escuchar su propia canción antes de que el mundo la ahogara en ruido.
Pontedeume dormía. Pero en la orilla del río, bajo las estrellas, la raíz se hacía más profunda, y la canción de la tierra resonaba, clara y firme, en el corazón de quienes sabían oírla.