El Canto de la Tierra Sedienta

En las vastas llanuras de Uzima, donde la hierba susurra secretos al viento y los baobabs se alzan como guardianes ancestrales, vivía Abena. Su piel era del color de la tierra al atardecer, y sus trenzas, finamente tejidas como mapas estelares, guardaban la sabiduría de sus ancestros Ashanti. Abena conocía el lenguaje de las plantas, el susurro del viento Harmattan, y el peso del misterio que envolvía la Gran Sequía.

Hacía tres lunas que las nubes habían huido del cielo. El río Nya, otrora rugiente serpiente de plata, era apenas un hilillo de lágrimas sobre piedras agrietadas. Los ancianos murmuraban sobre Dausi, el espíritu caprichoso del clima, ofendido por el olvido de los hombres. En la aldea de Adinkra, el corazón de Uzima, el miedo se arrastraba como una sombra sedienta.

Fue entonces que Kwame, el tallador de máscaras, llegó de las tierras del norte. Sus manos, hábiles como raíces de ébano, esculpían historias en la madera sagrada. Pero en sus ojos oscuros, Abena vio algo más: un reflejo de la inquietud que ella misma sentía en el alma. Kwame traía consigo una leyenda olvidada: la del «Corazón de Mbombo», una gema nacida del primer relámpago, enterrada donde el Baobab Primigenio abrazaba las entrañas de la tierra. Solo ella podía apaciguar a Dausi.

«El camino es peligroso, Abena», advirtió Nyame, el griot más viejo, su voz como hojas secas frotándose. «Los Adze, espíritus de fuego con forma de luciérnagas rojas, custodian el lugar. Engañan con luz y queman con el deseo».

Pero Abena no vaciló. Tomó su calabazo con agua bendita de lluvia pasada, se ciñó una túnica de añil tejida con símbolos de protección, y partió al amanecer. Kwame, sin mediar palabra, la siguió. Su presencia era un tambor lejano en su sangre, un misterio tan profundo como el que buscaban.

El viaje fue una prueba de la savana. El sol, Mawu, los golpeaba sin piedad. Las acacias retorcidas susurraban advertencias en dialectos antiguos. Una noche, cerca de las Colinas Susurrantes, las Adze aparecieron. Pequeñas llamas danzantes que prometían agua fresca y sombra. Abena sintió la garganta arder, una sed que nublaba la razón. Pero Kwame entonó un canto grave, un ritmo que recordaba a los tambores parlantes de su pueblo. Las luces titubearon. Abena, recordando las enseñanzas de su abuela, esparció la poca agua bendita que le quedaba. Las Adze se desvanecieron con un chillido de chispas apagadas.

En la mirada de Kwame, aliviada y admirativa, Abena encontró una fuerza nueva. No era solo el amor que florecía entre ellos como una flor del desierto ante la primera lluvia; era el reconocimiento de almas que compartían un mismo juramento a la tierra.

Finalmente, bajo la sombra del Baobab Primigenio – un coloso cuyas raíces parecían sumergirse en el propio corazón de África –, sintieron el pulso de la tierra. Era débil, angustiado. Cavaron con reverencia, hasta que sus dedos tocaron algo cálido y vibrante. El Corazón de Mbombo. No era una gema cualquiera, sino un fragmento de obsidiana veteada de relámpagos dorados, palpitante como un corazón vivo.

Al tomarlo, una visión los envolvió: vieron a Dausi, no como un monstruo, sino como una gigantesca figura de nubes y viento, herida por la arrogancia humana, por los árboles talados sin gratitud, los ríos contaminados con desprecio. El espíritu no quería ofrendas grandiosas; anhelaba respeto, la canción de gratitud que los pueblos habían olvidado entonar.

De regreso en Adinkra, frente al lecho seco del Nya, Abena y Kwame no enterraron la piedra. Siguiendo la visión, la colocaron sobre un altar de barro fresco. Abena, con la voz clara de quien habla a un hermano, entonó el «Canto del Agua y la Tierra», una plegaria ancestral que su abuela le enseñó. Kwame acompañó con un ritmo suave en su pequeño tambor de cuero de antílope. Uno a uno, los aldeanos se unieron. Viejos, niños, madres con sus bebés a la espalda. Sus voces, al principio temblorosas, se elevaron como una ola poderosa de fe y arrepentimiento.

El Corazón de Mbombo comenzó a brillar. Un zumbido profundo recorrió la tierra. En el cielo, oscuro como la tinta, un relámpago silencioso dibujó un árbol de luz. Y entonces, como un suspiro largo y profundo de la tierra misma, llegó el olor a tierra mojada. Primero fueron gotas tímidas, besando la piel reseca. Luego, una cortina generosa, fresca, bendita. El río Nya despertó con un rugido de júbilo.

Bajo la lluvia que devolvía la vida, Abena y Kwame se miraron. No hubo palabras. El amor que había nacido en el camino del peligro y el misterio era tan natural y necesario como la lluvia sobre Uzima. Se tomaron de las manos, sus dedos entrelazados como las raíces del baobab, mientras la tierra sedienta bebía y el canto de gratitud de todo un pueblo se fundía con el rugido del río renacido. África, la eterna, la sabia, la indómita, había hablado a través de su tierra, su mito, y el amor inquebrantable de sus hijos.

Y los tambores, esa noche, no callaron hasta el amanecer.

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