El Susurro de la Resistencia y la Sombra de la Reina

Segunda Parte:

El frío de la Tierra de Milhojas de Nata se me había clavado en los huesos, pero la determinación en los ojos de Víctor era un fuego pequeño y constante que me mantenía en pie. Seguí sus instrucciones al pie de la letra. Mientras él, con una agilidad felina exagerada por la urgencia de su misión, se fundía entre las sombras de los pinos helados camino al Palacio de Espejismos – una estructura gigantesca de hielo negro y cristales retorcidos que dominaba el horizonte –, yo me adentré en la aldea de los Milhojanos.

No fue fácil. El miedo era una niebla espesa que envolvía las chozas. Los pequeños seres de piel azulada me miraban con ojos enormes, llenos de un terror antiguo. Retrocedían cuando me acercaba, escondiendo sus manos callosas y sus rostros demacrados. Hasta que mencioné su nombre.

«Víctor», susurré, agachándome frente a una anciana que remendaba un harapo con dedos temblorosos. «El gato atigrado gris marengo. Él me envió».

El cambio fue instantáneo. Una chispa de algo que no era miedo – quizás esperanza, quizás incredulidad – brilló en sus ojos color hielo. «¿El Ronroneador Valiente?», murmuró, su voz áspera como el roce de la nieve. «¿Vive? ¿No lo atraparon los Colmillos de Hielo?» (Así llamaban al ejército de Casandra).

«Vive», confirmé, sintiendo un nudo en la garganta. «Y está dentro. Necesita saber cosas. Necesita… ayuda.»

Fue la anciana, que se presentó como Yara, quien me llevó al corazón oculto de la resistencia. No era un lugar grandioso, sino una bodega helada bajo la choza más destartalada, donde el olor a miedo se mezclaba con el tenue aroma a nata agria. Allí estaban los líderes: Kael, un antiguo tallador de hielo cuyas manos, ahora torpes por el trabajo forzado, aún conservaban la huella de la delicadeza; y Lira, una joven cuyo oficio de tejedora de escarcha estaba prohibido, pero cuyos ojos ardían con la llama de la rebelión.

«El Ronroneador Valiente tiene razón», dijo Kael, su voz un susurro que resonaba en la bóveda helada. «Casandra nos estrangula con sus ‘aranceles’. Impuesto por la leña que recogemos, por el agua que derretimos, ¡incluso por el aire que respiramos más de diez veces por minuto! Nuestros hijos olvidan los oficios de sus abuelos. Solo saben cavar, cargar y temblar.»

Lira mostró un pequeño trozo de tela tejida con hebras de escarcha pura, un trabajo de una belleza etérea. «Esto vale una fortuna en otros mundos», dijo, «pero aquí, si me encuentran con ello, me condenan a las Mazmorras de Olvido, donde el frío no te mata, solo te vacía lentamente.»

Les conté el plan de Víctor: infiltrarse, aprender las rutinas del Palacio, descubrir la fuente del poder de Casandra y, sobre todo, encontrar un punto débil en las defensas o en la lealtad de los gatos soldados. Necesitaban estar listos, organizar una red de distracción, preparar escondites.

«¿Y qué podemos hacer contra sus garras y sus espadas de hielo?», preguntó un joven milhojano, su voz cargada de desesperanza.

«Lo que hace la nieve suave, día tras día, contra la montaña más dura», respondió Lira, clavando sus ojos en él. «La desgasta. Y cuando menos lo esperen, la avalancha.»

Mientras la resistencia comenzaba a tejer su red de susurros y rutas de escape, mi mente estaba con Víctor. ¿Cómo estaría? ¿Habría logrado infiltrarse?

Dentro del Palacio de Espejismos, Víctor se movía como una sombra entre sombras. Había adoptado el papel perfecto: el gatito torpe, curioso y un poco tonto que se tropezaba con las armaduras de hielo, que miraba con fascinación exagerada las maniobras de los soldados, que ronroneaba de manera irritantemente constante. Los gatos del ejército, altivos y seguros de su superioridad, lo veían como una mascota inofensiva, un entretenimiento. «¡Eh, Manchitas!», lo llamaba un enorme Gato con cicatrices, dándole un empujón con la pata. «¿Otra vez perdido, criatura inútil?»

Víctor caía de manera teatral, maullando de forma lastimera. «¡Perdón, Gran Guerrero! ¡Es que estos pasillos son tan grandes y fríos!» Por dentro, cada insulto, cada empujón, alimentaba su determinación. Observaba todo: las rutas de patrulla, los cambios de guardia en la Cámara del Trono Glacial, los túneles secretos que usaban los mensajeros, y, sobre todo, los murmullos.

Fue en las Cocinas Gélidas, donde los esclavos milhojanos preparaban una extraña papilla helada para los gatos soldados, donde escuchó la conversación crucial. Dos gatos de la guardia personal de Casandra, un esbelto siamés y una robusta angora, hablaban mientras esperaban su ración.

«…la Dama está más irritable que nunca», susurraba el siamés, limpiándose una garra. «Los informes del Tercer Glaciar son desastrosos. La Grieta del Suspiro se ensancha.»

«¿Y qué esperaba?», gruñó la angora. «Extraer cristal de corazón helado a ese ritmo… es minar los cimientos del propio reino. Pero ella no escucha. Solo quiere más riqueza, más poder. ¿Para qué, si ya lo tiene todo?»

«Para algo más allá», el siamés bajó aún más la voz. «He oído rumores… sus espejos negros. Busca algo. O a alguien. En otros mundos. Por eso las ‘aranceles’ se han vuelto tan asfixiantes. Necesita recursos para… abrir caminos.»

Víctor, aparentemente embobado lamiendo una gota de nata congelada del suelo, sintió un escalofrío que no era por el frío. Casandra buscaba algo fuera. ¿Otros mundos? ¿Como el nuestro? El peligro era mayor de lo que imaginaba.

Su oportunidad de oro llegó dos días después. Durante una inspección sorpresa de la Reina en los barracones inferiores, Víctor, fingiendo perseguir un reflejo de luz en el hielo, se coló en el séquito real. La Reina Casandra era imponente: alta, esbelta, vestida con armadura de hielo facetado que refractaba la luz en tonos siniestros. Su rostro era hermoso pero inmóvil, como esculpido en el glaciar más antiguo, y sus ojos… eran pozos de un azul tan intenso y frío que hacían doler la vista. Un aura de poder absoluto y crueldad calculada emanaba de ella.

Mientras pasaba cerca de Víctor, la Reina se detuvo. Sus ojos glaciales se posaron en él. El aire pareció congelarse aún más. Víctor contuvo el aliento, forzando un ronroneo tembloroso y torpe, inclinando la cabeza en una reverencia desmañada.

«Un nuevo… juguete?», preguntó Casandra, su voz un tintineo de carámbanos que se rompen. No esperaba respuesta. Un gato soldado, el Maine Coon que solía empujarlo, dio un paso al frente.

«Una criatura sin importancia, Su Gélida Majestad. Un vagabundo que entró buscando calor. Es inofensivo, solo molesto.»

Casandra lo observó un segundo más, un segundo que a Víctor le pareció una eternidad de hielo. Luego, una escurridiza sonrisa, más cruel que amable, curvó sus labios pálidos. «Inofensivo… quizás. O quizás útil. Todo tiene su propósito, por pequeño que sea. Vigílalo.» Y siguió su camino, dejando una estela de frío punzante y un alivio que hizo tambalearse a Víctor por dentro.

Esa noche, en nuestro punto de encuentro secreto – una grieta tras una cascada de estalactitas de hielo cerca de la aldea –, Víctor me contó todo. El debilitamiento del reino por la explotación, la obsesión de Casandra con sus espejos y otros mundos, y su encuentro con la Reina.

«Me *reconoció, humana», dijo, su voz grave temblando levemente. «No como una amenaza, pero… sintió algo. Como si supiera que no pertenezco aquí del todo. Es más poderosa y más peligrosa de lo que pensábamos. Y si está buscando abrir caminos a otros mundos… incluido el nuestro…»

El miedo que sentí fue glacial. No solo por los Milhojanos, sino por la posibilidad de que esa reina de hielo y su ejército de gatos tiránicos pudieran cruzar el umbral de mi armario.

«¿Qué hacemos, Víctor?»

Mi gatito-espía se irguió, su pelaje erizado no por el frío, sino por la resolución. «Debemos apresurarnos. Kael y Lira deben saber lo de la Grieta del Suspiro. Esa debilidad en el reino… podría ser nuestra oportunidad. Y necesito volver allí», señaló el palacio con la cabeza. «Debo descubrir qué busca en esos espejos, y cómo piensa abrir esos caminos. Antes de que sea demasiado para la Tierra de Milhojas de Nata… y para nuestro mundo.»

La segunda fase de la misión había comenzado. No solo era liberar un reino de hielo, era proteger nuestra propia realidad del frío apetito de una reina sin piedad. Y en el corazón del peligro, con su bufanda gris ondeando, estaba Víctor, mi travieso gatito, convertido en la última y más improbable esperanza de dos mundos.

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