El Cristal Viviente y el Latido del Vacío

Séptima Parte:

Las primeras manifestaciones fueron internas, horriblemente íntimas. Sueños de Hielo. No eran pesadillas normales, sino inmersiones vívidas en un paisaje de espejos rotos y negros. Caminaba sobre fragmentos que cortaban mis pies descalzos sin dolor, solo un frío penetrante. En el centro, siempre, estaba la Silueta Alta y Esbelta – Casandra – pero no como la recordaba. Su figura era una ausencia, un vacío con bordes definidos, rodeada de un aura de escarcha azulada que emitía un zumbido agudo, como cristal vibrando a punto de romperse. No hablaba. Solo extendía una mano hecha de sombras y hielo fracturado hacia mi brazo. Y en el sueño, sentía el fragmento dentro de mí responder, latir con fuerza, como si intentara arrancarse de mi carne para unirse a ella. Despertaba sobresaltada, empapada en un sudor frío, con Víctor lamiendo mi cara y emitiendo un ronroneo de batalla dirigido a mi brazo, como si pudiera combatir la invasión incluso en el plano onírico.

Luego vinieron los impulsos gélidos. Pequeñas, traicioneras voces susurradas no en mis oídos, sino dentro de mi mente, donde el frío del cristal parecía haber encontrado un eco. «Toca el espejo… solo un toque… sentirás el alivio del frío verdadero…» susurraba una voz que era el crujido de la nieve bajo una bota pesada. «Ábrele la puerta al armario… es solo una puerta… ¿qué puede haber de malo?» Esta última, dicha con la cadencia engañosamente razonable de Casandra, casi me hizo girar la llave una noche de insomnio. Solo el grito desgarrado de Víctor, un maullido que era un aullido de terror, me detuvo. Me encontré con la mano temblando a centímetros de la cerradura, el frío en mi brazo expandiéndose como una mancha de tinta helada. Víctor se abalanzó, no contra la puerta, sino contra mí, frotándose frenéticamente contra mis piernas, ronroneando con una intensidad desesperada, su calor tangible luchando contra el veneno mental del cristal.

La batalla se libraba ahora en dos frentes: contra los fragmentos externos que intentaban abrir puertas en los reflejos, y contra la entidad parasitaria que vivía en mi brazo y trataba de corromper mi voluntad desde dentro. Víctor estaba agotado. Las sesiones de ronroneo para disipar fragmentos descubiertos (ahora aparecían con más frecuencia: en el fondo de una sartén, en el pomo metálico de una puerta, incluso en la pantalla negra del ordenador) lo dejaban jadeando, durmiendo durante horas. Y la constante vigilancia contra la influencia del cristal en mí lo tenía tenso, sus bigotes vibrando perpetuamente, sus ojos con ojeras de insomnio felino.

La escalada final llegó con la luz de luna.

Una noche de luna llena, clara y fría. La luz plateada entraba a raudales por la ventana del dormitorio, bañando la habitación. Yo estaba sentada en la cama, Víctor dormitando agotado a mi lado, cuando el frío en mi brazo se convirtió en una aguja de hielo. Grité, no solo por el dolor, sino por la sensación de algo despertando violentamente dentro de mí. Miré aterrorizada mi brazo, bajo la luz lunar directa.

El vendaje de lana parecía brillar con una luz interna, fría y azulada. Pero no era el tejido. Era lo que había debajo. Con manos temblorosas, lo desenrollé. La piel alrededor de la antigua herida del látigo estaba intacta, pero bajo ella, visible como una sombra profunda iluminada desde dentro por la luna, había una estructura cristalina. Era pequeña, del tamaño de una uva, pero compleja, geométrica, como un copo de nieve diabólicamente intrincado hecho de oscuridad sólida. Y latía. Con un ritmo lento, pausado, que absorbía la luz de la luna y la convertía en ese brillo azul glacial. Latía al unísono con el zumbido de escarcha de Casandra en mis sueños.

Víctor se despertó de un salto, un bufido ahogado escapando de su garganta. Sus ojos, reflejando la luz azulada del cristal, estaban llenos de un horror puro. Se acercó, no retrocedió. Olfateó el aire sobre mi brazo, sus bigotes casi tocando la piel. Luego, hizo algo que me partió el alma. Emitió un quejido bajo, un sonido de dolor y compasión infinita, y presionó su pequeña y cálida frente contra la piel justo encima del latido oscuro. Su ronroneo comenzó, no el de batalla, sino uno más profundo, más visceral, un ronroneo que era pura lamentación, un canto fúnebre para la invasión que sufría.

El cristal reaccionó. Su latido se aceleró. El brillo azul se intensificó, proyectando patrones geométricos fugaces en la pared. El frío se volvió insoportable, quemando hasta el hueso. Víctor no se apartó. Elevó su ronroneo, transformándolo. La lamentación se mezcló con rabia, con desafío. El ronroneo de batalla regresó, pero amplificado, distorsionado por el dolor y la furia, dirigido no a un fragmento externo, sino al enemigo dentro de mí, al pedazo de su oscura amante incrustado en su humana.

Fue una lucha silenciosa y terrible. La luz azul del cristal y el calor casi visible del ronroneo de Víctor chocaron justo debajo de mi piel. Sentí una guerra microscópica, una batalla entre el vacío helado y la feroz voluntad de vida de un gato. El dolor era atroz, como si mi brazo fuera a estallar. Víctor temblaba con el esfuerzo, sus ojos cerrados en concentración extrema, un hilillo de saliva cayendo de su boca entreabierta por el ronroneo sobrehumano.

Durante un momento eterno, nada cedió. Entonces, lentamente, el latido del cristal… vaciló. El brillo azul parpadeó. El frío retrocedió, no desapareció, pero perdió intensidad, como si se hubiera visto forzado a retroceder. Víctor cayó hacia un lado, agotado hasta el borde del colapso, su poderoso ronroneo reducido a un jadeo débil. El cristal bajo mi piel seguía allí, latiendo con un ritmo más lento, más cauteloso, pero visiblemente disminuido, su brillo ahora tenue.

Habíamos ganado una tregua. Víctor había herido al invasor, había demostrado que incluso la oscuridad incrustada podía ser repelida, al menos temporalmente. Pero el costo fue alto. Mi valiente guardián apenas podía levantar la cabeza. Y el enemigo no solo estaba fuera, en los reflejos, o en mi brazo. Estaba conectado directamente a Casandra. Ella había sentido el ataque. Había sentido la resistencia.

Esa noche, acurrucada en la cama con Víctor inconsciente por el agotamiento a mi lado, acariciando su pelaje con mi mano sana mientras la otra sentía el lento, obstinado latir del cristal viviente, supe que la partida había cambiado para siempre. El armario cerrado, los reflejos vigilados… eso era la defensa perimetral. La verdadera batalla se libraba ahora dentro de los muros. Dentro de mí. Y el arma principal, mi pequeño héroe de bigotes, estaba desgastándose.

El ronroneo de alerta seguía allí, pero ahora era más débil, intermitente, como el pulso de un soldado herido. Y el vacío, desde su trono de espejos rotos, había sentido el filo de nuestra defensa. El siguiente movimiento sería suyo. Y sería definitivo. Las sombras no solo acechaban en los cajones o en los reflejos. Una sombra latía, viva, en mi sangre, esperando su momento. La vigilia ya no era suficiente. Necesitábamos un milagro, o una forma de arrancar la raíz del mal antes de que envenenara todo lo que éramos. El frío en mi brazo era ahora un cronómetro, marcando el tiempo que nos quedaba antes de que el invierno interior consumiera nuestro último refugio de calor.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *