
El zumbido agotado del sistema de ventilación fue el único sonido que quedó en los vestuarios femeninos de la piscina municipal. La última clase de acuagym había terminado hacía veinte minutos, y el bullicio de toallas chasqueando, secadores rugiendo y risas apresuradas se había desvanecido como el vapor en los espejos empañados.
Elena, envuelta solo en su toalla, salió de la cabina de ducha individual. El aire húmedo y cargado de cloro le pegó a la piel. «¿Vir? ¿Sigues ahí?» llamó, su voz resonando con un eco solitario en la amplia sala común de vestuario. Solo el goteo perezoso de una ducha mal cerrada le respondió.
Debe estar fuera ya, esperando, pensó, apresurándose hacia su taquilla. Virginia siempre era más rápida cambiándose, y esa tarde tenía prisa por llegar a una cita. Elena había sido la última en salir de la piscina, disfrutando de unos minutos más de flotación en la tranquilidad casi vacía. Luego, se había entretenido bajo el chorro caliente de la ducha, dejando que el agua disolviera la tensión de la semana.
Abrió su taquilla con un chirrido metálico. El frío del suelo de baldosas le subía por los pies descalzos. Se secó apresuradamente, la urgencia de no hacer esperar a Virginia creciendo dentro de ella. Se puso la ropa interior y los vaqueros, forcejeando un poco con la tela mojada que se pegaba a su piel aún húmeda. Estaba buscando su sudadera favorita en el fondo de la bolsa deportiva cuando ocurrió.
Las luces fluorescentes del techo parpadearon una vez, como un guiño cansado. Elena alzó la vista, frunciendo el ceño. ¿Mantenimiento? Pero antes de que pudiera formular el pensamiento completo, las luces se apagaron por completo, sumergiendo el enorme vestuario en una oscuridad repentina y absoluta.
Un pequeño grito de sorpresa escapó de sus labios. La oscuridad era tan densa que parecía física, un manto que pesaba sobre sus ojos. Se quedó inmóvil, conteniendo la respiración, escuchando. Solo el goteo persistente y el zumbido agonizante del ventilador persistían, pero ahora sonaban amenazantes, como los latidos de un corazón enfermo en el silencio.
«¡Hola? ¿Hay alguien?» Su voz sonó diminuta y temblorosa, tragada inmediatamente por la negrura y el eco. El personal… el conserje… alguien debe estar cerrando.
Tanteó en la oscuridad hacia donde recordaba que estaba la puerta principal que daba al pasillo y, más allá, a la salida. Sus dedos encontraron primero la fría superficie de los espejos, luego las taquillas metálicas. Finalmente, tropezó con la gran puerta de madera y metal. Agarró la manija metálica, fría y húmeda. La giró con todas sus fuerzas hacia abajo. Nada. La sacudió con desesperación creciente. Solo un ruido sordo y vacío respondió al golpeteo. Cerrada con llave. O… trabada desde fuera.
El pánico, frío y agudo, empezó a trepar por su espina dorsal. Sacó su teléfono móvil del bolsillo trasero de los vaqueros con manos temblorosas. La luz blanca y fría de la pantalla se encendió, un pequeño faro en la inmensidad oscura. Iluminó un círculo limitado a su alrededor: las taquillas verdes y desconchadas, el suelo mojado, bancos vacíos. Apuntó la luz hacia la puerta. La manija era antigua, robusta, y junto a ella, vio claramente el cerrojo deslizado y el ojo de la cerradura. Definitivamente cerrada.
«¡VIRGINIA!» gritó con todas sus fuerzas, golpeando la puerta con el puño. «¡VIR! ¡ESTOY ENCERRADA! ¡OYE!» Sabía que su amiga debía estar justo al otro lado del pasillo, quizá junto a la puerta de cristal principal, impaciente, mirando su propio móvil. Pero el vestuario era enorme, las puertas eran gruesas, y entre ella y el exterior había otro par de puertas y el pasillo. Su grito se perdió en el vacío húmedo.
Se apoyó contra la puerta fría, la frente tocando la madera. La luz del móvil, apuntando al suelo, creaba sombras alargadas y danzantes a su alrededor. Fue entonces cuando lo sintió: un cambio en el aire. Ya no era solo el frío habitual de la piscina. Era un frío más profundo, más antiguo, que parecía emanar de las mismas paredes. Y un silencio aún más opresivo, como si el goteo y el zumbido se hubieran apagado de repente.
Levantó lentamente el teléfono, barriendo el haz de luz a través de la sala común. Las sombras se retorcían grotescamente a su paso. Y entonces, en el rincón más alejado, cerca de las duchas, vio algo.
No era una forma definida, sino un movimiento de oscuridad. Como si una sombra especialmente densa, más negra que el negro que la rodeaba, se hubiera desprendido de la pared. Se agitó, como una bandera de tinieblas en una brisa inexistente, y pareció avanzar hacia ella, deslizándose sobre el suelo húmedo sin hacer ruido. Otra sombra similar se desprendió de detrás de una columna de taquillas, y otra más, cerca de los servicios individuales donde ella misma había estado.
No eran simples ausencias de luz. Parecían sustancia. Viscosas, intencionadas. Se arrastraban, se cernían, convergiendo lentamente hacia el centro de la sala, hacia ella.
El terror, ahora puro y paralizante, le heló la sangre. Retrocedió instintivamente de la puerta, alejándose de las sombras que avanzaban. Su espalda chocó contra la fría superficie de las taquillas. No había a dónde correr. Las sombras se acercaban, envolviendo bancos y pilares, tragándose la escasa luz de su móvil en su avance implacable. El aire olía repentinamente a tierra mojada, a cloro podrido y a algo indescriptiblemente viejo y olvidado.
Justo cuando la primera sombra, una mancha de oscuridad palpable que parecía respirar, estuvo a solo un metro de sus pies descalzos, la luz de su móvil parpadeó. ¡Batería baja! advirtió el icono.
En ese instante de pánico absoluto, la pared de taquillas justo detrás de ella cedió ligeramente, con un crujido de metal oxidado. Elena giró, iluminando con la luz moribunda del teléfono. No era una taquilla. Era una sección de la pared, desconchada y cubierta de un moho negruzco, que parecía haberse abierto. Mostraba una grieta oscura, apenas más ancha que sus hombros, de la que emanaba un frío glacial y un olor a fango profundo y salobre. Un túnel. Una boca abierta a la nada.
Las sombras detrás de ella se agitaron con violencia repentina. No avanzaron más, pero se ondularon como serpientes excitadas, empujándola, dirigiéndola hacia esa grieta. Sintió una presión fría en su espalda, no física, pero sí innegable, una fuerza de la oscuridad que la instaba a entrar.

Con un grito ahogado, sin pensar, impulsada por un terror primario que anuló toda lógica, Elena dio un paso atrás. Luego otro. El borde de la grieta fría tocó su espalda. Un último vistazo con la luz agonizante del móvil mostró las sombras cerrándose sobre el lugar donde había estado parada, hambrientas.
Y entonces, perdió el equilibrio. O algo la tiró. Cayó hacia atrás, no sobre el suelo frío del vestuario, sino en una pendiente de barro resbaladizo y frío como la tumba. La grieta en la pared se cerró silenciosamente a sus espaldas, sellando la última conexión con el mundo de la luz, el cloro y Virginia.

Elena aterrizó con un chapuzo asqueroso en el fango helado. La luz de su teléfono, ahora su único salvavidas en la oscuridad absoluta, temblaba con su mano. Las sombras que la habían arrastrado no estaban aquí, pero el terror permanecía. Solo quedaba un túnel húmedo, descendente, tallado en una piedra oscura y resbaladiza que olía a cloro rancio, moho profundo y algo más… algo orgánico, dulzón y podrido. El suelo de cemento del vestuario era solo un recuerdo lejano bajo sus pies descalzos.
Avanzó, cada paso un esfuerzo contra la succión del fango. El aire era denso, difícil de respirar. Las paredes rezumaban una humedad fría que le caía sobre los hombros como lágrimas heladas. De repente, más allá del estrecho haz de luz, brillaron. Dos puntos, como faros diminutos, amarillos y desprovistos de pupila. Luego otros dos. Y otros. Se encendían en la negrura, fijos en ella. Los seres. Vestían harapos que colgaban de sus figuras esqueléticas, telas empapadas y oscuras que se fundían con las sombras. No se movían, solo observaban con esos ojos fosforescentes que parecían perforar la oscuridad y su alma.
«¿S-salida?» La voz de Elena fue un hilillo de terror, rebotando débilmente en las paredes húmedas. «Por favor… ¿cómo salgo?»
No hubo respuesta. Ni un susurro. Pero uno de ellos, el más cercano, alzó un brazo largo y huesudo. Su dedo, terminado en algo que podía ser una uña o una garra oscura, señaló hacia adelante, más profundo en el túnel. Su gesto fue lento, deliberado, y carecía de toda emoción que Elena pudiera reconocer. No era ayuda. Era una instrucción.
No había opción. Retroceder era una pared de roca lisa donde minutos antes había una grieta, ahora inexistente. Siguió la dirección indicada. El túnel se ensanchó ligeramente, pero el suelo empeoró. El fango ahora le llegaba a los tobillos, frío como el sepulcro y salpicado de gruesas algas viscosas que se le enredaban en los pies. Cada paso era un crujido asqueroso, un tirón pegajoso. El aire se volvía más pesado, el olor a podredumbre más intenso, mezclado con un tufo metálico, como sangre vieja. Su luz reveló cosas que deseó no ver: huesos pequeños y blanquecinos medio enterrados en el lodo, trozos de tela desgarrada del mismo color que los uniformes del personal de la piscina, y extrañas marcas en las paredes, como arañazos profundos hechos por algo con muchas garras.
Empezó a darse cuenta de que no solo estaba siendo observada por los seres de los ojos brillantes. Pequeños movimientos perturbaban el fango a los lados del camino principal: criaturas pálidas, ciegas, parecidas a cochinillas gigantes o gusanos gruesos, se retiraban rápidamente de su luz. Susurros rasposos, demasiado bajos para entender, parecían emanar de las propias paredes. En una cavidad lateral, su luz captó el reflejo de cientos de esos ojos amarillos, apilados unos sobre otros, inmóviles. Era una colonia. O una guarida. Un escalofrío más violento que todos los anteriores la recorrió.
De repente, un sonido diferente cortó el silencio pesado: un crujido metálico agudo, seguido de un golpe sordo, como de algo pesado cayendo al agua lejana. Venía de más adelante. Los seres de los ojos brillantes que la flanqueaban desde la oscuridad se agitaron. Por primera vez, Elena percibió algo en ellos que no era indiferencia: miedo. Se encogieron, retrocediendo ligeramente, sus ojos parpadeando con rapidez nerviosa. Uno de ellos, más osado, se adelantó un paso y señaló con aún más urgencia hacia el origen del sonido. Su gesto ahora era claro: Ve. Ahora.
El túnel desembocó en una especie de caverna natural, pero horadada por la mano (o la garra) del hombre. Enormes tuberías de hierro oxidado, algunas más anchas que su cuerpo, trepaban por las paredes y desaparecían en el techo y el suelo. El fango aquí era una ciénaga, salpicada de charcos negros y relucientes. En el centro, algo parecía haberse derrumbado: una compuerta de metal corroída yacía torcida, medio sumergida en un cráter de agua estancada y fétida. Era la fuente del ruido. Más allá de la compuerta caída, Elena vio otro túnel, aún más oscuro si cabía, que descendía en picado. Pero también, justo encima de la compuerta derruida, entre las tuberías, vislumbró algo familiar: un rectángulo de metal con una rueda de cierre. Era una portezuela de acceso, como las que usan los fontaneros. Una salida. Podía llevarla a los conductos de mantenimiento de la piscina. A la normalidad. Al mundo donde Virginia la esperaba.
Su corazón dio un vuelco de esperanza. Se abrió paso hacia la compuerta caída, evitando los charcos más profundos. La luz de su móvil bailó sobre la portezuela. Estaba alta, pero si trepaba por la tubería más baja… Estiró la mano. En ese momento, un sonido la paralizó. No era un susurro. No era un crujido. Era un resuello profundo, húmedo, como de un perro enorme con problemas para respirar. Venía del túnel oscuro que descendía más allá de la compuerta derruida. Y algo se movió allí, en la oscuridad absoluta más allá del alcance de su luz. Algo masivo, que desplazó el agua estancada con un chapuzo lento y pesado. El terror que emanaba de esa oscuridad era tangible, una presión física que le oprimió el pecho. Era la fuente del miedo de los seres de los harapos.
Los seres detrás de ella emitieron un sonido agudo, un chasquido de pánico. Se retiraron como fantasmas, sus ojos brillantes desapareciendo rápidamente en los túneles laterales, abandonándola frente a la nueva amenaza.
Elena se quedó petrificada, suspendida entre la portezuela que prometía escape y el abismo negro que emanaba un hambre antigua. El resuello sonó de nuevo, más cerca. El agua chapoteó. Una sombra, más densa que la oscuridad circundante, comenzó a tomar forma en el borde de su pequeño círculo de luz. Y entonces, en el bolsillo de su sudadera – que recordó con un dolor agudo que había dejado en la taquilla del vestuario, en ese otro mundo perdido – un sonido milagroso y a la vez cruel comenzó a vibrar en su mente: el tono de llamada de Virginia. Era el eco de una vida que ya no le pertenecía.
Virginia apoyó el teléfono contra su oreja, impaciente. «Venga, Elena, contesta…» Miraba hacia la puerta principal de la piscina, ya cerrada con candado por el conserje gruñón. «Se habrá quedado dormida en los vestuarios otra vez, la muy…» El tono de llamada siguió sonando. Finalmente, colgó y envió un mensaje rápido: «¿Dónde estás? ¡Cerrado todo! ¡Te espero en la parada, date prisa!». Suspiró, ajustándose la mochila. No entendía por qué Elena no contestaba, pero tampoco le dio mayor importancia. Elena siempre era la última. Miró el cielo anaranjado del atardecer, completamente ajena al mundo de fango, ojos brillantes y terror ancestral que se había tragado a su amiga a solo unos metros, bajo sus pies. El verdadero terror, pensó vagamente mientras caminaba hacia la parada, sería si perdían el último autobús.
Bajo tierra, en la caverna de tuberías, la sombra masiva avanzó un paso más. El resuello era ahora un rugido sordo en la garganta de la oscuridad. La luz del teléfono de Elena parpadeó una última vez, y se apagó.
Muy buen relato Elena. Abrazo enorme 🤗
Muchas gracias por comentar y leerme 💖🥰😘