La Sombra de los Ancestros en Úbeda Ardiente

El sol en Úbeda no calentaba; martirizaba. Los 40 grados se posaban sobre la ciudad Patrimonio de la Humanidad como una losa de plomo fundido. La piedra dorada de palacios e iglesias, normalmente majestuosa, reverberaba el calor hasta hacer irrespirable el aire. Las calles, normalmente bulliciosas de turistas, eran desiertos de calina. Sólo un sonido persistía en la urbanización «Los Cerros»: el chapoteo desesperado en las piscinas.

Elena flotaba boca arriba en la suya, tratando de que cada molécula de agua evaporada le robara un ápice de la fiebre que la consumía. Su gato, Víctor, un enorme minino negro de ojos ámbar, observaba desde la sombra de un limonero, ajeno al sufrimiento humano. Sus amigos –Virginia, la pragmática; José, el fuerte y leal; Inma, la observadora silenciosa; Charo, la alegre incontenible; y Julián, el estudioso tímido– eran manchas de color apenas visibles en otras piscinas o bajo toldos, inertes como lagartijas.

«Es como vivir dentro de un horno de pan», murmuró Elena, hundiéndose hasta la barbilla. El agua tibia ya no refrescaba. Cerró los ojos, imaginando las frías bóvedas de la Sacra Capilla del Salvador. Pero en su mente, la piedra se volvía opresiva, las columnas se estrechaban… De repente, bajo sus pies, el mosaico azul del fondo de la piscina pareció ceder. No fue un resbalón, fue una succión violenta, como si un sumidero gigante se abriera. Un remolino silencioso pero poderoso la atrapó de los tobillos y la arrastró hacia las profundidades antes de que pudiera gritar. Última imagen: Víctor el gato, erguido, mirándola fijamente con sus ojos brillantes.

El impacto fue seco y frío. Elena tosió, escupiendo agua clara pero helada. No estaba en el fondo de la piscina. Estaba en una oscuridad casi absoluta, sobre un suelo de piedra irregular y húmedo. Un aire viciado, cargado de polvo milenario y humedad, llenó sus pulmones, haciéndola toser de nuevo. Levantó la vista. Leves bioluminiscencias, como hongos fosforescentes o líquenes, salpicaban las paredes de una caverna inmensa pero angustiosamente baja. Techos de roca desnuda se cernían apenas un metro por encima de su cabeza en algunos puntos, creando una sensación de aplastamiento constante. Era un mundo subterráneo, sí, pero no uno de maravillas; era claustrofóbico, antiguo y profundamente hostil.

Antes de que pudiera orientarse, figuras emergieron de las sombras. No eran humanas. Sus cuerpos parecían tallados en la misma roca de Úbeda, pero viva, movediza. Rostros sin rasgos definidos, sólo ojos que brillaban con una luz fría, como los líquenes de las paredes. Se movían con un crujido de piedra seca. Uno de ellos, más alto, alzó una mano nudosa.

«Intrusa. Sangre de la superficie. Contaminas el Silencio Eterno. Úbeda Subterránea no te quiere.» La voz no salió de una boca, sino que resonó directamente en su mente, áspera y carente de emoción.

«¿Qué? ¿Dónde estoy? ¡Déjenme volver!» Elena trató de levantarse, pero una fuerza invisible la empujó hacia atrás, haciéndola rodar por un túnel descendente. Las figuras de piedra la observaban, impasibles, mientras era expulsada como un desecho. La caída terminó abruptamente en una grieta lateral, expulsándola a la superficie… pero no dentro de su urbanización. Estaba fuera de las murallas históricas, en un descampado polvoriento, bajo el mismo sol asesino, pero ahora exiliada. La ciudad, su refugio de piedra contra el calor, se alzaba ante ella, inaccesible. Un muro invisible, una barrera de voluntad antigua, le impedía cruzar las murallas. El pánico la inundó.

Desesperada, apoyó la frente contra la barrera invisible, cerca de la Puerta de Granada. El calor era insoportable. Entonces, un susurro diferente rozó su mente, cálido donde el otro era frío, familiar donde el otro era extraño.

«Elena… nieta mía…»
Varios susurros se superpusieron, voces de hombres y mujeres, con acentos antiguos pero reconocibles.
«No temas. La Piedra te rechaza, pero tu Sangre es nuestra Sangre. Úbeda es también tuya.»
«Derecho de Familia, niña. Nosotros te lo reclamaremos.»
Eran sus ancestros. Generaciones de ubetenses enterrados bajo la ciudad, ahora parte de ese mundo subterráneo, pero aún vinculados a su linaje.

Mientras trataba de asimilarlo, una sombra cayó sobre ella. No era de piedra, era humana, y emanaba una violencia palpable.

«¡Bueno, bueno! ¿La princesita echada a patadas por las piedras?» Víctor (el humano) sonreía con crueldad. Era un tipo grande, de mirada porcina y manos callosas que siempre buscaba problemas. Vivía al margen, conocido por su afición a la pelea y su desprecio por todo lo que oliera a historia o cultura. «Úbeda no quiere basura como tú, parece. ¿O es que te asustaron los bichitos?» Se rio, un sonido gutural. «Pues ahora me toca a mí divertirme.»

Victor no preguntó. Empujó a Elena contra el muro invisible, haciéndola gritar. Le arrancó el collar que llevaba, un recuerdo de su abuela. Cuando trató de defenderse, la golpeó en el estómago, dejándola sin aire en el suelo polvoriento. Su risa era lo único más abrasador que el sol.

«Esto es sólo el principio, preciosidad. Voy a hacer que desees haberte quedado bajo tierra con los gusanos.» Su mirada era una promesa de más dolor.

Elena, magullada y asustada, sintió una oleada de calor diferente al del sol. Rabia. Y determinación. También sintió el leve roce de voces ancestrales animándola, susurrando estrategias. Pero sabía que no podía enfrentar sola a Victor humano. Recordó a sus amigos. ¿Podrían oírla? ¿Creerían? Concentró todas sus fuerzas, no en gritar, sino en pensar con desesperación hacia la urbanización, hacia la piscina, hacia donde sabía que estarían ellos, achicharrándose.

En «Los Cerros», Virginia se incorporó de golpe en su tumbona. «¿Habéis oído eso?» José, que dormitaba en el agua, abrió los ojos alerta. Inma frunció el ceño, mirando hacia la muralla. Charo dejó de reírse con Julián. Una imagen clara, una sensación de peligro y la ubicación de Elena golpeó sus mentes simultáneamente. Fue Julián, el tímido, quien dijo primero: «¡Elena! ¡Está en problemas, fuera de las murallas!»

No lo dudaron. Como un solo cuerpo movido por la amistad y la urgencia, salieron corriendo de la urbanización, ignorando el calor que les golpeaba como un muro. Encontraron a Elena en el suelo, frente a Víctor, que se preparaba para otra humillación.

«¡Alto, Víctor!» gritó José, poniéndose delante de Elena, su corpulencia desafiante. Virginia e Inma la ayudaron a levantarse, protegiéndola con sus cuerpos. Charo, con una rabia inusual, le plantó cara: «¡Lárgate, bestia!» Julián, temblando, pero firme, buscó una piedra del suelo, listo para usarla.

Víctor humano soltó una carcajada. «¡Qué bonito! La pandilla de perdedores al rescate. ¡Me vendrán bien para descargar la bilis!» Cargó contra ellos, un toro enfurecido.

Fue caótico. Víctor empujó a José con fuerza, haciéndole tropezar. Golpeó el brazo a Virginia cuando trataba de proteger a Elena. Charo le arañó la cara, recibiendo un manotazo que la tiró al suelo. Inma y Julián trataban de agarrarlo, pero su fuerza bruta era demoledora. El «escudo humano» se resquebrajaba bajo la violencia despiadada. Víctor se abrió paso hacia Elena, su mirada llena de odio triunfal. «¡Ahora sí, princesita!»

Pero un silbido felino, agudo y lleno de furia, cortó el aire. Un bólido negro cruzó desde la sombra de la muralla. Víctor (el gato) aterrizó sobre la espalda del humano con las garras desenvainadas como dagas.

«¡ARRRGGHH! ¡Maldito animal!» Víctor humano gritó, tratando de alcanzar al gato que le desgarraba la camisa y la piel. La batalla cambió por completo. El gato era rápido, escurridizo, un demonio de pelo y uñas. Saltaba, arañaba, mordía con una ferocidad que dejaba sangrando los brazos, el cuello, la cara del humano. Víctor trataba de golpearlo, de agarrarlo, pero sólo encontraba aire o sus propias heridas. Elena y sus amigos, recuperándose, observaban con asombro y un atisbo de esperanza. Las voces de los ancestros susurraban en la mente de Elena: «El Guardián. Nuestro regalo a tu línea. Déjalo luchar.»

Víctor humano, cubierto de arañazos profundos y mordiscos sangrantes, jadeaba, acorralado contra el muro invisible. La ropa hecha jirones, la cara una máscara de dolor y furia. Víctor el gato, erguido ante él, pelo erizado, un profundo corte en el flanco manchando su pelaje negro, pero con los ojos ámbar brillando con victoria indómita. Resoplaba, pero no cedía.

«¡Maldito gato! ¡Malditos ancestros de mierda que os ponéis de su parte!» Victor humano escupió sangre y odio, señalando a Elena. «¡Y maldita tú, y tu estirpe entera! ¡Ojalá se pudran en sus tumbas de piedra!»

Una risa profunda, no de una sino de muchas gargantas, resonó entonces. No en el aire, sino en la tierra, en las mismas murallas de Úbeda. Era la risa de los ancestros, fría y antigua. Victor humano palideció, sintiendo el peso de miles de miradas invisibles sobre él. El muro invisible pareció vibrar.

«Lo que no sabes, Víctor,» dijo Elena, con una calma nueva, apoyada en Virginia y José, mientras Inma y Charo atendían al gato herido pero triunfante, «es que ellos siempre están conmigo. Y Úbeda es suya… y mía.»

Victor humano miró alrededor, sintiendo la hostilidad no solo de los jóvenes, sino de la ciudad misma, de las piedras que parecían observarlo con desprecio. Con un último grito de rabia impotente, dio media vuelta y huyó cojeando hacia las afueras, dejando un rastro de sangre sobre el polvo ardiente.

En cuanto desapareció, la presión del muro invisible se disipó. Un susurro de bienvenida cálido, como una brisa imposible en los 40 grados, rodeó a Elena. Dio un paso hacia la Puerta de Granada. Esta vez, cruzó sin resistencia. Sus amigos la siguieron inmediatamente, llevando con cuidado a Víctor el gato.

El calor en el interior seguía siendo infernal, el aire irrespirable. Pero era su calor, su aire. La piedra de Úbeda, antes opresora, ahora sentía como un abrazo cansado pero protector. Se dirigieron a la clínica veterinaria más cercana para el valiente Víctor, bajo la atenta mirada de los ancestros que, satisfechos, volvían a sumergirse en el Silencio Eterno de la Úbeda subterránea. La ciudad seguía ardiendo, pero Elena sabía que, bajo su piel de piedra caliente, latía un corazón antiguo que la protegía. Y que, a veces, el mejor guerrero contra la crueldad humana viene cubierto de pelo negro y lleva el nombre del enemigo.

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