
Prosa Poética
Cuando mi piel ya no es mi piel, y el presente es una piel que no elijo, me refugio en la niñez, un país de luz prestada. Allí, aunque con botitas ortopédicas, mi mundo no tenía fronteras de alambre. Podía correr tras el panal de la tarde, saltar charcos que eran océanos de risa, jugara ser capitana de nubes algodonadas, subir y bajar escalones como si fueran montañas que se rendían a mis pies pequeños.
Y en la noche, mi cabeza trazaba mapas de sueños: senderos de caramelo, islas de colores, un faro que era mi abrazo, un puerto de sábanas, mapas que me retrotraen a un lugar —a un olor a leche y tierra mojada— donde me sentía a salvo, completa, invencible.
Ahora, sin embargo, aunque he cumplido sueños, aunque tengo la casa, los libros, el amor, ese mapa está resquebrajado. Por la vida que golpea con su puño de hierro, por la injusticia de un cuerpo que se niega, que traiciona la geografía del alma. Por un dolor físico y psíquico que me consume el ánimo, un fuego lento que calcina los mapas, y en lugar de senderos, dibuja cicatrices.
Y así, aprendo que el hogar no es un lugar, sino el coraje de habitar la grieta, de mirar desde el cansancio y encontrar, en la memoria de una niña que corre, la semilla intacta de aquel sueño, el último territorio que el dolor no puede conquistar.