
Bajo el cielo de agosto, plomizo y mudo, se acuesta la tarde con pereza de almohada. La piscina es un vidrio tranquilo y desnudo que duerme bajo el techo de la arbolada.
Un susurro de agua, leve, quebrado, moneda de plata que cae en la fuente se enreda al trino de un pájaro escondido, en la sinfonía de la tarde doliente.
La sombra de los árboles, verde y fría, como un manto de seda nos cubre y mece. Se desliza un cuerpo, el agua fía su frescor al calor que le ofrece.
Y es un largo nadar, lento, en la nada, surcando un silencio de cristal calmo, mientras el mundo se deshace en la almohada de una nube gris, con su quietud y su calma.
Luego, el regreso a la orilla umbría, a la hamaca que espera bajo el follaje, y en una rendija que el cielo abría, un rayo de sol se cuela con ajeno visaje.
Es un hilo de luz, tímido y escaso, que doró por un segundo la corteza, un milagro fugaz, un breve ocaso en la tarde nublada que declina y se posa.
Y así se queda el tiempo, suspendido, entre el rumor del agua y el ave que canta, en este rincón del mundo, escondido, donde la paz se teje con hebras de encanto.
Un ensueño de agosto, ya marchito, con sabor a verano que pronto se aleja, bajo el árbol que guarda nuestro grito y el rayo de sol que la nube deja.