Un llanto rasgó el viento

El apartamento de Raquel olía a sándalo y a velas de cera de abejas. En las estanterías, los lomos de los libros se alineaban como soldados veteranos, testigos de mil batallas literarias. En el centro de la sala, un cojín de meditación guardaba el hueco de sus caderas. Raquel no necesitaba más. Su vida era una sinfonía perfecta de silencios elegidos: las madrugadas en el gimnasio, donde su cuerpo redondo y fuerte desafiaba las máquinas sin buscar la aprobación de nadie; las largas caminatas por los senderos del pueblo durante sus vacaciones, con el viento como único compañero de conversación; las tardes de acuarelas y tinta china.

Los demás, sin embargo, insistían en ver una partitura incompleta. Las mujeres del pueblo la miraban con una mezcla de recelo y envidia. ¿Cómo era posible que aquella mujer, con sus curvas exuberantes que no se molestaba en ocultar, caminara con tan imperturbable seguridad? Los hombres, por su parte, la seguían con la mirada, y Raquel no desviaba los ojos. Les sonreía, un gesto sereno que no era una invitación, sino un reconocimiento. Sabía que era deseada, y ese conocimiento no era vanidad, sino una simple certeza, como saber que el sol calienta. Era feliz. Completa.

Pero la sinfonía se quebró con un sollozo.

Fue durante una de sus caminatas matutinas. Un sonido agudo, desesperado, que cortaba la bruma serrana. No era el quejido de un zorro ni el maullido de un gato. Era más primitivo, más visceral. El sonido venía de un contenedor de basura al final de un camino rural. El corazón de Raquel, un tambor tranquilo, empezó a martillearle en el pecho. Con manos que parecían torpes, abrió la pesada tapa.

Y allí estaba. Envuelto en una mantita sucia, con la cara congestionada por el llanto, tan exhausto que apenas emitía un quejido ronco. Un bebé. Abandonado en la inmundicia.

El mundo de Raquel, tan ordenado y predecible, se desvaneció en un instante. No hubo pensamiento, solo instinto. Lo cogió con una ternura que no sabía que poseía, lo apretó contra su pecho, y lo llevó a su refugio, ahora convertido en improvisado santuario.

La leche tibia en un biberón de urgencia, el tacto de los pañales nuevos, el suave susurro de canciones sin palabras. El niño, saciado, se durmió por fin en su sofá, convertido en cuna. Y entonces, en el silencio solo roto por su respiración pausada, la realidad golpeó a Raquel con la fuerza de un huracán.

Él, en sueños, cerró su manita diminuta alrededor de su dedo índice. Un puño tan pequeño y tan fuerte. Un ancla.

¿Qué haría? La pregunta era un abismo. Lo sabía. El sistema: formularios, trabajadores sociales, preguntas incómodas, juicios silenciosos. La gente maliciosa: los que susurrarían que el niño era suyo, un secreto vergonzoso escondido; los que dirían que una mujer sola, “con esa pinta”, no podía ser buena madre; los que cuestionarían su capacidad, su solvencia, su vida.

Miró al pequeño. Su mejilla reposaba sobre la funda de algodón. Era vulnerable. Era perfecto. Y le estaba agarrando el dedo como si fuera el mástil único en medio de un naufragio.

Raquel respiró hondo. El olor a sándalo aún colgaba en el aire, pero ahora se mezclaba con el suave aroma del talco. Miró sus libros, sus pinturas, su cojín de meditación. Miró su vida, la vida que había construido con tanto esmero y que tanto amaba por su tranquilidad.

Y supo, con una certeza más profunda que cualquier otra que hubiera tenido antes, que aquella paz no había sido un fin, sino el cimiento para algo más grande.

Una sonrisa serena, la misma con la que desafiaba al mundo, se dibujó en sus labios. Acarició con su pulgar el dorso de la manita que la sujetaba.

—Está bien —susurró, y su voz ya no era solo suya, era de los dos—. No te soltaré.

La batalla sería feroz. Lo sabía. Pero Raquel, la mujer que caminaba sola y sonreía a los que la deseaban sin quererlos, la que cargaba con su cuerpo fuerte y feliz, tenía la fuerza de diez. Y ahora, tenía una razón para luchar que era más grande que ella misma.

El sistema y lo que pudieran decir, no le importaba, estaba preparada a lo que pudiera venir. Ella ya había encontrado su nueva sinfonía, y su primer movimiento era el suave respirar de un niño a salvo.

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