
Segunda Parte de un llanto rasgó el viento.
El apartamento de Raquel, antaño un templo de silencio, ahora resonaba con una nueva y dulce música. El suave gorjeo del niño, al que había llamado Elio, como el sol naciente que iluminó el día en que lo encontró, se mezclaba con el rumor del viento en los ventanales. El olor a sándalo y cera de abejas ahora compartía el aire con el aroma de la crema para pañales y la papilla de manzana.
Raquel no permitió que el caos potencial ganara la partida. En lugar de eso, tejió a Elio en la trama de su existencia con la meticulosidad de un artesano. Su meditación matutina ya no era en soledad. Elio reposaba sobre su regazo, su espalda contra su vientre, sintiendo la subida y bajada serena de su respiración. Raquel no buscaba el vacío, sino la plenitud de ese contacto. Visualizaba una luz dorada que los envolvía a ambos, un campo de protección y calma. Elio, en lugar de interrumpir su paz, se convertía en su centro mismo.
Las acuarelas y la tinta china esperaban en su rincón, pero ahora compartían mesa con sonajeros y mordedores. Mientras Elio dormitaba en su portabebés, ella pintaba con pinceladas rápidas y seguras, capturando la curva de una mejilla, el puño diminuto, la paz de un rostro dormido. Su arte se llenó de vida.
Pero la sinfonía tenía disonancias impuestas desde fuera. El sistema, como había previsto, se alzó como una pared burocrática y gris. La trabajadora social, una mujer de gesto adusto y carpeta abultada, visitaba el apartamento con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
—Señorita Raquel, debemos insistir en los formularios de adopción. El proceso es largo y… complejo para una persona soltera —decía, mientras su mirada escudriñaba la estancia, buscando quizás un polvo olvidado o una prueba de ineptitud—. Un entorno familiar tradicional suele ser preferible para el niño.
Raquel la miraba, con Elio agarrado a su pierna con una fuerza sorprendente. —Elio ya tiene un entorno familiar. Tiene a su madre. ¿Tiene usted algún documento que demuestre que un segundo progenitor es un requisito legal indispensable? Porque yo me he leído la ley al dedillo.
Su voz era calmada, pero de acero. La trabajadora social tartamudeaba y anotaba algo en sus papeles.
Las miradas en el pueblo también cambiaron. Los susurros se hicieron más audaces. “¿Lo habrá robado?”, “Una como ella, no puede ser buena madre”, “Ese niño no tendrá una vida normal”. Raquel lo sabía. Lo sentía en los mercados, en las calles. Pero ya no sonreía con serenidad para reconocerlas. Ahora sonreía para desafiarlas. Cargaba a Elio en un fular color esmeralda, pegado a su pecho, y caminaba con la cabeza más alta que nunca, su cuerpo fuerte y seguro siendo el carruaje más firme para su hijo.
Las batallas eran diarias: una cita del pediatra que el sistema se «olvidaba» de asignarle, la lucha por una ayuda económica que siempre estaba «en trámite», el papeleo que parecía multiplicarse por la noche. Raquel se convirtió en una leona experta en leyes de protección al menor, en reglamentos municipales, en derechos. Sus noches de silencio se transformaron en noches de investigación frente al ordenador, con Elio durmiendo en una cuna a su lado, mecido por el suave tecleo de su madre.
Una tarde, después de una jornada agotadora de llamadas infructuosas y negativas, Raquel se sentó en su cojín de meditación. Elio, inquieto, comenzó a quejarse. En otro tiempo, se habría sentido frustrada. Ahora, lo tomó en brazos y lo sentó frente a ella, sus pequeñas piernas sobre las suyas.
—Mira, Eli —susurró—. Respiramos.
Inhaló profundamente, exhaló con un susurro audible. Elio, fascinado por el sonido, calló. Ella volvió a inhalar, llevándose las manos al corazón, y exhaló abriendo los brazos, como abarcando el mundo. Elio imitó el movimiento con sus bracitos torpes, emitiendo un sonido gutural. Raquel rió, una carcajada baja y musical que hizo reír a su vez al niño.
No era la meditación de antes. Era mejor. Era una meditación a cuatro manos, un baile de respiraciones sincronizadas, una conexión que no necesitaba del silencio para ser profunda, porque se fundaba en el amor.
La trabajadora social volvió meses después, esperando encontrar a una mujer abrumada y derrotada. Encontró a Raquel en el suelo, pintando con los dedos junto a Elio, ambos manchados de amarillo y azul, la radio sonando una suave melodía. El apartamento era un caos de juguetes y libros, pero vibraba con una alegría palpable. Elio, al ver a la visitante, se puso de pie tambaleándose y, agarrado al pantalón de Raquel, lanzó un alegre —¡Mama!—.
Raquel alzó la vista, su mirada clara y tranquila. No dijo nada. No hacía falta. La evidencia, un niño risueño, seguro y amado, jugaba entre sus piernas.
La trabajadora social cerró su carpeta sin decir una palabra. Asintió lentamente, con un atisbo de algo que podía ser respeto, y se fue.
Esa noche, Raquel meció a Elio hasta que se durmió. Lo observó, su pechito subiendo y bajando, un ser completo que había hecho de su vida algo aún más completo. La batalla no había terminado, pero ella ya había ganado la guerra más importante.
La sinfonía de su vida ya no era de instrumentos en solitario. Ahora era un dúo. Y para Raquel, era la música más perfecta que jamás hubiera podido imaginar.