La Golondrina Errante

Clara tenía diez años y unos ojos grandes que todo lo veían. Sus ojos eran el mapa de un mundo que sus pies no podían recorrer. Vivía en una cabaña de troncos y barro, con su mamá, su abuela y su hermanito pequeño, en una plantación de algodón en el corazón de Alabama.

El mundo de Clara olía a tierra mojada, a leña quemada y, sobre todo, a sudor. Un sudor que no era suyo, pero que empapaba la camisa de su papá cuando volvía del campo con la espalda doblada como una rama verde, y el rostro de su mamá después de un día interminable en la casa del amo.

Su abuela, Mama Kadie, era su refugio. Por las noches, cuando el cansancio pesaba más que las cadenas, Mama Kadie encendía una pequeña lumbre y sacaba de un agujero en el suelo un trozo de tiza que había robado años atrás.

“Ven, pequeña golondrina”, le susurraba. “Hoy vamos a viajar.”

Y con la tiza, sobre una tablilla negra y lisa, Mama Kadie dibujaba. No eran las letras que los blancos guardaban en sus libros grandes, sino algo más poderoso: símbolos. Un río serpenteante que era el Alabama, un pájaro con las alas abiertas que era la libertad, una estrella que guiaba hacia el norte.

“Esta estrella”, decía Mama Kadie, señalando el punto brillante que Clara solo veía en sus dibujos y, a veces, fugaz en el cielo real, “es la que sigue el conejo en la huida. Es la que nos mira y nos llama.”

Clara guardaba esos mapas en su mente, los memorizaba como si fueran la canción de cuna que la arrullaba. Soñaba con seguir ese camino de estrellas dibujado con tiza, lejos del látigo del capataz, de los gritos, del algodón que arañaba sus dedos los escasos días que la llevaban al campo.

Una tarde de otoño, el aire se cortó con un silencio extraño. Los adultos se miraban con una tensión que Clara podía saborear, amarga como la raíz de diente de león que a veces masticaban. Esa noche, su padre no volvió a la cabaña. Había intentado escapar.

El castigo fue una lección pública en el patio principal. Clara, escondida entre las faldas de su madre, lo vio. Vio la espalda de su padre convertirse en un surco de dolor, vio cómo su mirada, antes llena de fuego, se apagaba y se fijaba en un punto lejano del horizonte. No lloró. Ni él ni su madre. Clara apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula.

Esa misma noche, Mama Kadie la despertó con un dedo en los labios. El fuego estaba casi apagado, pero en sus ojos brillaba una luz urgente.

“Es hora, golondrina”, murmuró. “Tu papá no pudo, pero tú sí. Tienes la mente ligera y los pies rápidos. Tienes el mapa aquí.” Y le tocó la frente.

“¿Y tú, Mama Kadie? ¿Mamá?”

“Nosotras te seguiremos con el pensamiento. Tu hermano es demasiado pequeño para el viaje. Pero tú eres nuestra semilla. La que debe llegar a tierra libre.”

Le entregó una bolsita de tela con un trozo de pan duro, un puñado de nueces y la preciada tiza. “Para que dibujes tu camino o para que pidas ayuda. Confía en la gente que veas con los ojos buenos. Sigue la calabaza.”

Clara no entendió lo de la calabaza, pero asintió. Su madre la abrazó tan fuerte que creyó que le rompía las costillas, y luego la soltó, secándose los ojos con el dorso de la mano. “Corre, hija. Y no mires atrás.”

La niña se deslizó como una sombra entre las cabañas, esquivó a los perros dormidos y saltó la valla vieja que separaba los campos de algodón del bosque. Corrió hasta que el aire le quemó los pulmones y el latido de su corazón le tapó los oídos.

Durante días, el bosque fue su único compañero. Comía bayas, bebía de los arroyos agachada como un animalito y dormía envuelta en hojas secas, sobresaltada por cada crujido. Usó la tiza para marcar troncos, para no dar vueltas en círculos. Una noche, asustada y hambrienta, vio una estrella especialmente brillante. La Estrella del Norte. La de Mama Kadie. Sintió que su abuela le estaba guiñando un ojo desde el cielo.

Siguió esa luz.

Una mañana, el bosque se abrió y encontró un río ancho y perezoso. El Alabama. Lo siguió, como en el dibujo de la tiza, pero el hambre y el miedo empezaban a nublar su determinación.

Fue entonces cuando vio una casa pequeña, con un jardín lleno de flores. En la valla, colgada con orgullo, había una calabaza vacía, ahuecada como un cuenco. La calabaza. El símbolo que Mama Kadie le dijo que buscara. La señal de que allí vivía una persona amiga, una estación en el ferrocarril subterráneo.

Con el corazón en la garganta, se acercó. Una mujer de rostro serio, de piel tan blanca como la de los amos, pero con una expresión que no era dura, salió a la puerta. Clara, temblando, sacó su trozo de tiza y dibujó en el suelo polvoriento la estrella.

La mujer miró el dibujo, luego miró a Clara, sus harapos, sus ojos llenos de un miedo antiguo. Sin decir una palabra, asintió. Abrió la puerta un poco más y con un gesto rápido la invitó a entrar.

Clara cruzó el umbral. No era el fin de su viaje, lo sabía. Aún quedaba un largo camino hacia la libertad verdadera, hacia ese lugar llamado Norte. Pero en el interior de esa casa cálida, con el olor a sopa caliente y el fuego crepitando en la chimenea, Clara, por primera vez en su vida, no se sintió una esclava.

Se sintió una golondrina, como le decía su abuela. Y las golondrinas, por muy lejos que vuelen, siempre encuentran el camino a un nuevo amanecer.

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