
La mujer del rostro serio se llamaba Eleanor. Sus manos, ásperas por el trabajo en la huerta, eran suaves al limpiar el rostro sudoroso de Clara con un paño húmedo. No hablaba mucho, solo movía sus ojos claros, rápidos y alerta, escudriñando la ventana cada pocos minutos.
“Come rápido, niña”, dijo por fin, su voz un susurro áspero. Su acento era diferente, no como el de los amos de la plantación, ni como el de la gente de las cabañas. “La noche es nuestro único amigo y no es eterna”.
Clara devoró el pan de maíz y la sopa espesa de verduras. Sabía a seguridad, a algo que nunca había probado. Mientras comía, vio a Eleanor mover una pesada alfombra y levantar una trampilla casi invisible en el suelo de madera. De la oscuridad abajo surgió un olor a tierra húmeda y a madera podrida.
“Aquí”, dijo Eleanor, alargando una mano hacia una escalera de cuerda. “Esperarás. No hagas ruido. No importa lo que escuches arriba.”
El corazón de Clara volvió a latir con fuerza. ¿Era otra trampa? Pero recordó la calabaza, la estrella dibujada en el polvo. Asintió y, con las piernas temblorosas, bajó a la oscuridad.
El espacio era estrecho, apenas lo suficiente para que se sentara con las rodillas dobladas contra el pecho. Un colchón delgado y una manta áspera estaban en un rincón. Un rayo de luz de las rendijas del piso de arriba le permitía ver. Escuchó cómo la trampilla se cerraba y la alfombra era arrastrada de nuevo sobre ella. La oscuridad era casi total, el silencio, absoluto.
Horas después, el ruido la despertó. Voces ásperas de hombres, arriba. Botas pesadas pisotoneando las maderas.
“¡Busquen! ¡El negro fugitivo de la plantación de los Wallace fue visto cruzando el río! ¡Cincuenta dólares de recompensa!”
Clara contuvo la respiración, apretando la bolsita de tiza de Mama Kadie hasta que los dedos le dolió. Las botas resonaban justo sobre su cabeza. Podía oler el tabaco y el sudor de los cazadores de recompensas.
“¿Ha visto a algún extraño, señora?” gruñó una voz.
La voz serena de Eleanor respondió, sin un ápice de temor. “Nadie se aventura por estos caminos desde la última tormenta. El río está crecido. ¿Un café, caballeros? Parecen haber tenido una noche larga.”
El sonido de tazas siendo colocadas, el murmullo de voces que se calmaban. Clara se encogió, rezando a los dioses de su abuela, a la estrella del norte, a cualquier cosa que la escuchara. Finalmente, las botas se marcharon, y el silencio volvió.
La trampilla se abrió suavemente. Eleanor estaba allí, con una lámpara de aceite. Su rostro, a la luz temblorosa, parecía aún más pálido, pero sus ojos tenían un brillo de triunfo.
“Se fueron”, dijo simplemente. “Pero no es seguro. Tú también debes irte.”
Esperaron hasta que la luna estuvo alta y llena, bañando el mundo en un plateado fantasmal. Eleanor la llevó fuera, lejos de la casa, hacia un bosque espeso donde los árboles formaban un techo que casi tapaba el cielo.
“Mira”, susurró Eleanor, señalando hacia arriba. Entre las ramas, Clara vio la constelación que Mama Kadie le había dibujado una y otra vez. La Osa Mayor. “La taza que vierte”, decía su abuela. “Sigue el borde de la taza. Sigue la estrella que brilla al final.”
“Sigue la Estrella Polar”, corrigió Eleanor suavemente, siguiendo su mirada. “Esa es tu guía. Camina de noche, descansa de día. Evita los caminos. Si ves a alguien, escóndete. Hay más estaciones como la mía, pero también hay más lobos.”
Le entregó una bolsa de lona un poco más grande. Dentro había más pan, un trozo de queso, y un pequeño frasco de metal con tapa.
“Agua limpia”, dijo. “Es más importante que la comida.”
Clara quiso agradecerle, pero las palabras se atascaron en su garganta. Solo pudo asentir, sus ojos grandes expresando lo que su voz no podía.
Eleanor le sonrió, un gesto pequeño y raro que le cambió todo el rostro. “Ve, pequeña. Que la libertad te abrace.”
Y Clara se volvió y se adentró en el bosque, siguiendo el camino de plata que la luna pintaba en el suelo. Ya no era solo la niña de la plantación. Era una pieza en un tablero de ajedrez silencioso, una pasajera en un ferrocarril sin rieles. El miedo sutil estaba allí, un compañero constante, pero ahora lo acompañaba algo más: una determinación fría y afilada como el filo de un cuchillo.
Caminó durante lo que parecieron noches eternas. El frío otoñal se le metía en los huesos. Una vez, unos perros de caza olfatearon cerca de su escondite diurno, una cavidad entre las raíces de un roble viejo. Se quedó inmóvil, conteniendo el aliento hasta que se marcharon.
Otra noche, encontró un arroyo y, al seguir su curso, vio una roca grande con una cruz pintada con carbón. Otro símbolo. Con cuidado, raspó la tierra junto a ella y encontró un trozo de tela atado a una rama baja. Alguien más había pasado por allí. No estaba sola.
La fuerza de esa idea la impulsó cuando la debilidad amenazaba con vencerla. Cuando el pan y el queso se terminaron, comió corteza de abedul y buscó raíces dulces como le había enseñado Mama Kadie. Bebió del frasco y lo rellenó en cada arroyo que encontró.
Hasta que una madrugada, después de una noche particularmente larga y fría, el bosque comenzó a cambiar. Los pinos espesos dieron paso a árboles que no reconocía, y una bruma baja se aferraba a los valles. El aire olía diferente, a humo lejano y a tierra desconocida.
Subió a una colina baja, agotada, con los harapos convertidos en trapos helados pegados a su piel. El sol comenzaba a rosear el horizonte, tiñendo las nubes de rosa y naranja. Y entonces, lo vio.
Un ancho río, mucho más grande que el Alabama, serpenteaba como una cinta de plata bajo la luz del amanecer. Y en la orilla opuesta, clavada en un poste, había una bandera. Pero no era la bandera que volaba en la plantación de los Wallace. Esta tenía estrellas y rayas, pero también grandes franjas que no reconoció.
Un hombre, de piel tan oscura como la suya, estaba remendando una red de pesca junto a una pequeña barca. Alzó la vista, como sintiendo su mirada. Sus ojos se encontraron. Él no pareció sorprendido. Asintió lentamente, con una calma que le pareció a Clara el gesto más hermoso que había visto en su vida. Luego, señaló con la barbilla la bandera que ondeaba tras él.
Clara no sabía que ese lugar se llamaba Ohio. No sabía que había cruzado una frontera invisible entre la esclavitud y la libertad. Solo sabía lo que veía: un hombre que no tenía miedo, que no miraba por encima del hombro, que le hacía una seña para que bajara.
Las lágrimas, contenidas durante todo el viaje, brotaron por fin, calientes y silenciosas. No eran lágrimas de alegría, sino de un alivio tan profundo que le dolía el pecho. No había llegado, lo sabía. El camino por delante sería duro y desconocido. Pero la orilla en la que estaba ya no era la de Alabama.
Bajó la colina tambaleándose, hacia el río, hacia el hombre, hacia la bandera desconocida. Mama Kadie’s estrella había guiado su vuelo. La pequeña golondrina, por fin, había encontrado un nuevo cielo.