
El aula de la señorita Laura era un campo de batalla. Cada mañana, al cruzar la puerta, se armaba de valor frente a los veinticinco «trastos» que, según ella, le habían tocado en suerte. Las clases eran un monólogo desesperado contra el murmullo constante, los papeles volando y las miradas vacías.
Alejandro, con su estatura y su barba incipiente de repetidor, era el rey del aburrimiento. Se pasaba las horas apoyado en la mano, mirando por la ventana, desafiándola con un bostezo. Tomás, en cambio, era un torbellino de agujas. Su especialidad era chinchar a Luis, el compañero gordito y callado, con sus «¿cuántas te comiste hoy?» y sus empujones en la fila. Luis solo bajaba la cabeza, encogiéndose como si quisiera desaparecer.
Laura se sentía una fraudulenta. Sus lecciones, perfectamente planificadas, se estrellaban contra un muro de indiferencia y energía mal canalizada. «Son insoportables, no quieren aprender», pensaba, hasta que una tarde, revisando los expedientes antiguos por pura frustración, se topó con las historias que había detrás de los nombres.
Alejandro: Hijo único de padres divorciados. Vivía turnándose cada semana entre sus casas. Su repetido curso coincidía con el año del divorcio más conflictivo. No se aburría; estaba ausente, tratando de no pensar en qué casa le tocaría dormir ese día.
Tomás: El menor de cinco hermanos en una familia con graves problemas económicos. Su padre trabajaba tres turnos. Tomás no chinchaba por maldad; buscaba atención, cualquier tipo de atención, incluso la negativa. Era el único modo que conocía de ser visto.
Luis: Sus padres trabajaban todo el día. Llegaba a una casa vacía y se refugiaba en la comida. Era el blanco perfecto porque su dolor era visible, y Tomás, en su torpeza, pinchaba justo ahí.
Laura cerró la carpeta con el corazón acelerado. La rabia se transformó en una punzada de vergüenza y, después, en una abrumadora sensación de incompetencia. «Dios mío, lo han tenido tan difícil… ¿Y ahora qué hago?».
Se le ocurrió entonces la única idea que tenía: citar a los padres. No para reclamar, sino para escuchar.
La reunión con la madre de Alejandro fue una confesión entre lágrimas. «No sabemos cómo hacerlo, señorita. Él sufre mucho con esto, y nosotros… no nos hablamos. Se siente solo».
La de Tomás vino con el niño a rastras. Era una mujer con el rostro marcado por el cansancio. «Disculpe, maestra. Este niño es un terremoto. Con lo que trabajamos, no podemos con él. Ya no sabemos qué hacer».
Los padres de Luis, profesionales ausentes, llegaron con prisa. «Luis es muy sensible, ya le hemos dicho que se defienda. No entendemos por qué le molestan».
Laura colgó la bata en la percha al final del día, derrotada. Sabía más, sí. Pero no sabía ni qué decir ni qué hacer. El conocimiento no venía con un manual de instrucciones. Se sentía en una situación extrema, al borde de un precipicio con las manos vacías.
Fue entonces, mirando las sillas vacías dispuestas en filas perfectas e inútiles, cuando su mirada se cruzó con la pizarra. Y algo hizo click.
Al día siguiente, la clase comenzó de forma distinta. No hubo lección. En la pizarra, Laura escribió una sola palabra grande: RESPETO.
«Buenos días», dijo, con una voz más calmada de la que sentía. «Hoy no vamos a abrir el libro de texto. Hoy vamos a hablar de esta palabra».
Alejandro alzó una ceja, intrigado. Tomás dejó de lanzar una bola de papel. Luis miró de reojo.
«Voy a hacerles una pregunta, y quiero una respuesta honesta», continuó Laura. «¿Alguien en esta clase se ha sentido alguna vez invisible, ignorado o molestado?».
El silencio fue absoluto. Pesado. Incómodo.
Luis, para sorpresa de todos, alzó la mano lentamente, sin levantar la cabeza. Tomás se removió en su asiento.
Laura asintió. «Gracias, Luis. Es horrible, ¿verdad? Sentirse así». Tomás bajó la mirada.
Luego, se dirigió a Alejandro. «Alejandro, tú que has estado en dos grupos diferentes, ¿crees que la gente es muy distinta según donde esté?».
Alejandro se enderezó, sorprendido de que le preguntaran su opinión. «Pues… no tanto. Al final, todos tienen sus rollos».
«Sus ‘rollos’. Exacto», dijo Laura. «Cada uno lleva una mochila invisible llena de sus ‘rollos’. Y a veces, esa mochila es muy pesada».
No dio más detalles. No traicionó las confidencias. Pero aquella conversación, torpe y titubeante, abrió una grieta.
No fue magia. Al día siguiente, Tomás volvió a molestar, pero esta vez, en vez de regañarle, Laura se acercó y le dijo en voz baja: «¿Necesitas que hablemos?». Tomás negó con la cabeza, pero se quedó callado el resto de la hora.
A Alejandro, Laura le pidió que, ya que se aburría, la ayudara a organizar los materiales para un proyecto. Le estaba dando una responsabilidad, no un castigo.
Y a Luis, le pidió que se quedara un día después de clase. «Eres muy inteligente, Luis, y muy observador. Tu silencio hace que veas cosas que los demás no ven. ¿Podrías ayudarme a pensar en cómo hacer las clases más interesantes para todos?».
Laura no tenía las respuestas. Todavía no sabía exactamente qué hacer. Pero había dejado de ver trastos para ver personas. Y había cambiado la pregunta. Ya no era «¿Cómo puedo hacer que me escuchen?», sino «¿Qué necesitan para poder aprender?».
El camino era largo y lleno de baches, pero por primera vez, Laura y sus alumnos lo comenzaban a caminar juntos. La maestra que no sabía dar clases había aprendido la lección más importante: antes de enseñar, hay que entender. Y a veces, entender es ya la mitad de la enseñanza.