
La grieta que Laura había abierto en el muro de su aula no se volvió a cerrar. Los días que siguieron a la conversación sobre el «respeto» y las «mochilas invisibles» no se transformaron mágicamente en una clase de película, pero el aire era distinto. Había una curiosidad tensa, como si todos, incluida Laura, estuvieran esperando qué pasaría.
Su nueva pregunta, «¿Qué necesitan para poder aprender?», se convirtió en su mantra personal. Ya no planificaba sus clases en solitario en su casa. Ahora lo hacía con una taza de café en la mesa de la sala de profesores, mordiendo el bolígrafo, pensando en Alejandro, en Tomás, en Luis.
La primera en notar el cambio fue la señora Carmen, la profesora de matemáticas de años superiores, que la encontró un día revolviendo el armario de material deportivo. —¿Perdiste algo, Laura? —Busco el ajedrez—respondió Laura, sacando triunfante una caja polvorienta—. Es para Alejandro.
Al día siguiente, se acercó a su pupitre. Alejandro estaba, como siempre, mirando por la ventana. —Alejandro—dijo, colocando la caja de ajedrez sobre su mesa—. Sé que te aburres. Y el aburrimiento es la mente pidiendo a gritos un desafío. He visto tus notas de matemáticas del año pasado. Eres brillante con los números. ¿Te importaría ser mi «asesor estratégico»? Alejandro la miró con escepticismo. —¿Su qué? —Necesito ayuda para diseñar un proyecto. Una liga de ajedrez por equipos para la clase. Tú entiendes la lógica, las estrategias. ¿Me ayudas a organizarlo? Por primera vez, el aburrimiento en los ojos de Alejandro se quebró. Asintió con la cabeza, y con una timidez que contrastaba con su físico, abrió la caja y tocó una pieza.
Con Tomás, el enfoque fue diferente. Lo citó en el recreo. —Tomás, necesito tu ayuda —le dijo, seria pero sin reproche. —¿Otra vez?—murmuró él, preparado para el sermón. —Sí. Otra vez. Pero no para regañarte. Necesito que canalices esa energía que tienes. A partir de hoy, eres el «responsable de dinamización» de la clase. Tomás parpadeó. —¿El qué? —Tú revisas que todos tengan el material, repartes las fichas, aseguras que los grupos se formen rápido. Eres bueno para moverte y… para llamar la atención. Usa ese poder para bien. Laura temió que se riera de ella. Pero Tomás se irguió. Le habían dado un título. Una responsabilidad. No era «el malo», era «el responsable».
Y Luis. Laura sabía que su herida era la más profunda. Un día, después de clase, mientras Luis organizaba lentamente su mochila, ella se sentó a su lado. —Luis, he notado que eres muy detallista y observador —comenzó, viendo cómo el niño se ponía levemente tenso—. Tus trabajos, aunque cortos, siempre están muy bien presentados. Y en educación física, eres el primero en darse cuenta de si alguien se ha hecho daño. Luis asintió, sin mirarla. —Estoy pensando en iniciar un “rincón de paz» en clase. Un lugar con cojines, libros y juegos tranquilos para quien necesite un momento de calma. Necesito a alguien sensible para que lo gestione y asegure que sea un espacio de respeto. ¿Te gustaría ser el guardián de ese rincón? Los ojos de Luis, por fin, se encontraron con los de ella. Asintió con una pequeña sonrisa.
La transformación no fue inmediata ni perfecta. Tomás a veces usaba su «poder» para mandar de forma brusca, y Alejandro podía ser arrogante con sus estrategias de ajedrez. Luis aún se encogía cuando alguien alzaba la voz.
Pero el ambiente cambió. La clase de Laura se volvió más ruidosa, pero era el ruido del trabajo, no del caos. Los alumnos participaban en el proyecto de ajedrez de Alejandro, organizados por los equipos que formaba Tomás. Y cuando alguien se sentía sobrepasado o triste, miraba hacia el rincón de cojines donde Luis, serio y comprometido, vigilaba que todo estuviera en orden.
Laura ya no daba monólogos. Facilitaba. Guiaba. Y sobre todo, observaba. Aprendió que Alejandro necesitaba desafíos intelectuales, Tomás necesitaba reconocimiento y una salida para su energía, y Luis necesitaba sentirse seguro y valorado por su sensibilidad.
Una tarde, al recoger sus cosas, vio a Tomás y a Luis hablando junto al «rincón de paz». Tomás le mostraba a Luis una ficha del ajedrez que se había roto. —…y si lo pegamos con esto, queda como nuevo —decía Tomás, con un interés genuino. —Sí, pero hay que apretarlo bien —respondió Luis, sujetando la pieza con sus cuidadosos dedos.
Laura sonrió. No eran amigos, aún no. Pero ya no eran verdugo y víctima. Eran dos compañeros, cada uno con su pesada mochila invisible, encontrando, por fin, un pequeño espacio donde poder descargarla, aunque fuera por un momento. Y ella, la maestra que no sabía dar clases, había aprendido que su trabajo no era llenar cabezas de conocimientos, sino crear el espacio seguro donde esas cabezas pudieran, por fin, estar listas para aprender.