
Desde que tenía uso de razón, Elena supo que su vocación era la fe. No la fe bulliciosa de las procesiones, sino la íntima y callada de los monasterios. A los siete años, armó un altar con sábanas y una mesita de noche, donde pasaba horas en silencio, imaginando que sus muñecas eran feligresas y su habitación, una celda de clausura. Su padre, un hombre severo de mirada granítica, veía en esa devoción infantil la confirmación de que su hija era un alma pura, destinada a la santidad terrenal. La apoyaba con una sonrisa rara, pero llena de orgullo.
Esa niña, sin embargo, creció. Y con el crecimiento llegó un torrente de sensaciones que no encajaban en el mapa de pureza que todos habían dibujado para ella. A los dieciséis, una sonrisa de su compañera de clase, Lucía, le provocó un vuelco en el estómago tan intenso como el que le causaba Raúl, el capitán del equipo de natación. Fue una revelación tan abrupta como aterradora. El amor, o ese algo incipiente que lo parecía, no miraba géneros. Miraba almas.
Elena se convirtió en una paradoja andante. Por fuera, la chica tímida y recatada que su padre conocía, la que bajaba la mirada cuando hablaba con los chicos y asistía puntual a misa los domingos. Pero por dentro, ardía. Era inteligente, sensible y poseía una creatividad que se volcaba en diarios secretos llenos de poemas y dibujos donde exploraba la confusión y la belleza de lo que sentía. Y en su cuerpo, una sensualidad latente que solo se atrevía a mostrar en la intimidad de su cuarto, danzando a solas con la música que le hablaba de pasiones que no podía nombrar.
Era lanzada en sus sueños y tímida en sus acciones. No le temía al rechazo de aquellos que le interesaban, sino al eco catastrófico que ese rechazo podría tener en su padre y en la pequeña comunidad donde vivían. El «qué dirán» era una losa pesadísima. Sabía que no la juzgarían por pecadora, sino por «ligera», por «fácil», por «confundida». Etiquetas vacías que, sin embargo, tenían el poder de destrozar la imagen que todos tenían de ella: la niña que quería ser monja.
Una tarde, después de clases, se encontró con Lucía en la biblioteca. Estaban solas entre las estanterías polvorientas. La luz del atardecer entraba por la ventana, iluminando el perfil de Lucía. Hablaban de un libro, y de pronto, un silencio cargado de algo más pesó entre ellas. Lucía le tocó la mano al tomar el libro, y el contacto fue un choque eléctrico. Elena sintió el impulso de inclinarse, de cerrar los ojos, de buscar sus labios. La libertad pulsaba dentro de ella con fuerza brutal.
Pero entonces, como un fantasma, la imagen de su padre apareció en su mente: su ceño fruncido, su decepción, la vergüenza que colgaría de su familia como un letrero neón. Un miedo glacial apagó el ardor. Se apartó bruscamente, murmuró una excusa y salió de la biblioteca con el corazón golpeándole el pecho como un pájaro enjaulado.
Corrió hasta el parque vacío y se sentó en un columpio, luchando por contener las lágrimas. Se odió por su cobardía, por vivir una mentira, por permitir que el miedo gobernara su vida interior, que era tan vasta y rica. Miró el cielo, buscando una señal, una respuesta en las nubes.
No llegó una voz de Dios, sino una de sí misma, más clara y firme que nunca: «No estoy confundida. Sé lo que siento. Y no es pecado sentir.» El verdadero pecado, comprendió de pronto, era traicionarse a sí misma. Era vivir una vida de clausura autoimpuesta por el miedo al qué dirán.
No tenía que definir nada ante nadie aún. No tenía que gritarlo desde la azotea. Pero sí podía dejar de negárselo a ella misma. Podía dejar de esconder sus poemas. Podía permitirse sonreírle a quien le gustara, sin culpa, en la intimidad de sus pensamientos.
Elena se bajó del columpio. Su paso, de regreso a casa, ya no era el de una fugitiva. Era más lento, más firme. El miedo a su padre y a la comunidad seguía allí, era una cadena pesada que no se rompería de un día para otro. Pero había tomado una decisión: ya no viviría para ser la hija que su padre esperaba, sino para ser la mujer que ella era. Completa, sensible, creativa y capaz de amar con una amplitud que quizás, solo quizás, algún día, podría entender incluso una monja. O un padre. O, al menos, ella misma. Y por ahora, eso era suficiente.