Cascada de aromas II

Esa noche, Elena no durmió. Sentada en el suelo de su habitación, con la tenue luz de su lámpara proyectando sombras danzantes, abrió la caja de cartón donde guardaba sus diarios secretos. Los tomó entre sus manos, sintiendo el peso de las palabras y los sentimientos contenidos en cada página. Ya no eran pruebas de una confusión, sino el testimonio de su verdad más íntima. Con una calma que no había sentido antes, comenzó a transcribir en su ordenador algunos de los poemas que mejor capturaban su tumulto interno y su epifanía. No con un plan definido, sino con la necesidad visceral de sacar esa parte de ella de las sombras.

Creó un blog anónimo. Lo tituló «Cascada de Aromas», una frase robada de uno de sus versos. Sin esperar nada, sin contárselo a nadie, publicó su primer puñado de poemas y un pequeño texto sobre el miedo y la libertad de ser uno mismo. Cerró la laptop con el corazón acelerado, sintiéndose vulnerable y, a la vez, inexplicablemente poderosa.

Los días siguientes fueron una prueba de su nueva resolución. En el instituto, ya no desviaba la mirada cuando se cruzaba con Lucía. Le sostuvo la mirada y le regaló una sonrisa pequeña pero genuina, desprovista de la carga de pánico que la había paralizado antes. Lucía le devolvió la sonrisa, un poco sorprendida, pero amable. No ocurrió nada más, pero para Elena, ese pequeño acto fue un triunfo monumental. No se había acercado, no había dicho nada, pero se había permitido existir sin negar lo que sentía.

Mientras tanto, «Cascada de Aromas» comenzó a gotear lentamente en el vasto océano de internet. Un comentario apareció bajo uno de sus poemas: «Esto es exactamente lo que he sentido toda mi vida. Gracias por ponerlo en palabras». Elena lloró al leerlo. No estaba sola. Otros corazones latían al mismo ritmo confuso y hermoso que el suyo. Siguió escribiendo, ahora con más valor, explorando no solo su romanticismo, sino también su espiritualidad, su creatividad y su rechazo a las etiquetas.

La chica callada de la biblioteca empezó a florecer de formas sutiles pero visibles. Se unió al club de literatura y leyó uno de sus poemas anónimos en una reunión. La ovación no fue para ella —nadie sabía que era suya—, pero el hecho de haber contribuido con su voz verdadera la llenó de un orgullo silencioso. Su postura cambió; caminaba más erguida, su voz, aunque aún suave, ya no temblaba.

El cambio más significativo llegó con su padre. Una tarde, mientras veían la televisión, una noticia sobre una marcha del Orgullo apareció en la pantalla. Su padre frunció el ceño, con su mirada granítica, y murmuró: «Todavía no entiendo por qué tienen que hacer tanto alboroto».

Antes, Elena habría bajado la vista y habría guardado un silencio complaciente. Pero la mujer que estaba aprendiendo a ser ya no podía. Respiró hondo y dijo, con una serenidad que la sorprendió a ella misma: «Quizás no es alboroto, papá. Quizás es solo alegría. Alegría por poder ser quien uno es, sin esconderse. Eso debe de ser muy difícil de conseguir».

Su padre la miró, sorprendido más por el tono que por las palabras. No era un desafío, era una reflexión tranquila. Él permaneció en silencio unos segundos, luego asintió lentamente y volvió a la televisión. No fue una aceptación, pero tampoco fue un rechazo. Fue un primer y pequeño quiebre en la roca, una grieta por donde podía colarse la posibilidad de un entendimiento futuro.

El blog creció. Dejó de ser anónimo para un pequeño grupo de amigos cercanos en quien decidió confiar. Para su sorpresa, la reacción no fue de rechazo, sino de admiración. «¡Siempre supiste expresar tan bien lo que sientes!», le dijo una amiga. «Es valiente que compartas esto», le comentó otro. La comunidad que tanto temía no se volvió en su contra; al contrario, aquellos que realmente importaban comenzaron a verla en toda su complejidad, no solo como la «niña que quería ser monja», sino como Elena: la poeta, la pensadora, la chica sensible y valiente.

Un año después de aquella carrera en pánico desde la biblioteca, Elena caminaba por el mismo parque. Ya no estaba vacío. Se reunía con un grupo de amigos, entre ellos Lucía, con quien había entablado una amistad preciosa y honesta, libre ya de la carga de lo no dicho. Se reían bajo el sol, y Elena se sintió completa.

No había necesitado gritarlo desde una azotea. Su liberación había sido un riachuelo constante y persistente que había ido tallando su propio cauce. El mundo, su pequeño mundo, no la había abucheado. La había abrazado. Y al ser fiel a sí misma, había encontrado no el rechazo que temía, sino un respeto más profundo y un amor más verdadero, empezando por el que sentía por ella misma.

Miró al cielo, el mismo que había interrogado con lágrimas en los ojos, y esta vez no buscó una señal. Supo que la respuesta siempre había estado dentro de ella, esperando a ser escuchada. Y ahora, por fin, el mundo coreaba su canción.

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