Cascada de aromas III

El tiempo, que una vez pareció arrastrarse con el peso de sus secretos, ahora volaba para Elena. La universidad se presentó como un lienzo en blanco, un espacio donde la «niña que quería ser monja» era solo un eco lejano, una anécdota que a veces compartía con confianza. Eligió estudiar Literatura, un acto que sintió como la consagración definitiva de su voz.

Su padre, con su mirada que poco a poco perdía granito y ganaba curiosidad, la ayudó a cargar las cajas a su nueva residencia estudiantil. Al despedirse, hubo un abrazo más largo y más firme de lo habitual. «Escribe, Elena», le dijo, y en esas dos palabras ella escuchó el grueso muro del desacuerdo convertirse en un delgado biombo de respeto.

La ciudad era un organismo vivo, pulsante con una diversidad que su pueblo natal nunca soñó. Allí, «Cascada de Aromas» ya no era un secreto; era una parte de ella que presentaba con naturalidad. Conoció a personas cuyas historias eran mapas de colores aún más vibrantes que el suyo, y cada amistad, cada conversación, era un nuevo aroma que se sumaba a su cascada.

Y entonces conoció a Sofía.

Sofía era de otra facultad, Arte y Diseño. La vio primero en un taller de poesía y ilustración, donde los versos de Elena iban a ser interpretados visualmente por otros estudiantes. Sofía había elegido uno de sus poemas más antiguos, aquel que hablaba del miedo como una habitación sin ventanas. Lo que entregó no fue un dibujo, sino una escultura de papel: una figura encerrada en una jaula hecha de la misma hoja, pero que comenzaba a desgarrar los barrotes desde dentro, transformándolos en alas.

Al ver su creación, Elena sintió que alguien no solo había leído sus palabras, sino que había visto directamente el latido de su alma en el momento más frágil. Buscó a la artista con una urgencia que no sentía desde la biblioteca con Lucía. Sofía estaba recogiendo sus cosas, una chica de manos manchadas de tinta y una sonrisa tranquila. Sus ojos se encontraron y no hubo necesidad de excusas ni de miradas desviadas. Fue un reconocimiento instantáneo.

—Eres la poeta —dijo Sofía, y su voz era cálida como la luz de la tarde. —Y tú le diste alas a mi miedo—respondió Elena.

Caminaron juntas hasta un café cercano y hablaron durante horas. De arte, de libros, de la torpeza y belleza de descubrirse a uno mismo. Elena descubrió que con Sofía no sentía el fuego abrupto y aterrador de la adolescencia, sino una calidez profunda, una sensación de hogar. Era como si todas las piezas de su rompecabezas interno, que tanto le había costado aceptar, encontraran de repente el espacio perfecto para encajar.

El amor que llegó no fue un torrente que arrasó con todo, sino un río sereno y profundo que había estado fluyendo siempre, esperando a que ella se sumergiera. Aprendió que la valentía no era solo sobre enfrentarse al mundo, sino también sobre permitirse ser vulnerable ante otra persona. Le mostró a Sofía todos sus diarios, los viejos, los que olían a polvo y lágrimas secas. Sofía los sostuvo con una reverencia que conmovió a Elena hasta las lágrimas.

Juntas, crearon un proyecto nuevo: «Cascada de Aromas» se volvió un blog a cuatro manos, donde los poemas de Elena se entrelazaban con las ilustraciones y esculturas de papel de Sofía. Era su amor hecho arte, publicado para el mundo sin miedo, sin anonimato.

Un fin de semana, Elena llevó a Sofía a su pueblo. La mano de su padre, al saludarla, fue firme, aunque su mirada era inquisitiva. Durante la cena, Sofía habló con naturalidad de su arte, de sus estudios, y Elena vio cómo la sinceridad de su compañera desarmaba suavemente las defensas paternas. No hubo un gran discurso, no hizo falta. La felicidad de su hija era demasiado evidente, demasiado tangible para ser ignorada o negada.

A la mañana siguiente, su padre encontró a Elena sola en la cocina. —Esa chica…Sofía —comenzó, y Elena contuvo el aliento—. Te ve… te ve completa. Elena asintió, con un nudo de emoción en la garganta. —Lo estoy, papá.

Él asintió a su vez, mirando por la ventana hacia el parque donde su hija había llorado en un columpio años atrás. No dijo «lo apruebo» o «lo entiendo». Pero dijo algo mejor, más verdadero: «Me alegro».

Elena sonrió. La grieta en la roca se había ensanchado lo suficiente para que creciera un jardín.

Hoy, «Cascada de Aromas» es más que un blog; es un pequeño sello editorial independiente que publica las voces de aquellos que, como ellas, aprenden a amar la complejidad de su propio aroma. Elena ya no busca señales en el cielo. Ahora escribe las suyas propias.

Y en la quietud de su apartamento, con Sofía durmiendo a su lado y el suave olor a papel y tinta flotando en el aire, Elena sabe que la fe más profunda no se encuentra en el silencio de los monasterios, sino en el coraje de vivir una verdad propia. Su vocación, al final, siempre fue la fe: la fe inquebrantable en el amor, en la autenticidad y en la poderosa belleza de ser, simplemente, quien es.

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