Mochilas al viento

Clara era, para todos los efectos, una mujer que irradiaba una vida plena. Tenía una sonrisa fácil y una inteligencia que hacía que las conversaciones con ella fueran como un partido de tenis: ágiles, estimulantes y siempre divertidas. Era guapa, lo sabía, pero ese conocimiento residía en un rincón tranquilo de su mente, como un dato irrelevante pero confirmado. Los piropos le llegaban como brisas suaves; los aceptaba con una sonrisa cortés, un «gracias» amable, y seguía su camino sin que la alteraran en lo más mínimo.

Su mundo era un mosaico vibrante de actividades. Las mañanas las dedicaba a su trabajo, donde era meticulosa y respetada. Las tardes se dividían entre la fuerza serena del gimnasio, la ingravidez de la piscina y la explosión de color en sus lienzos. Las noches podían encontrarle en un pequeño café escuchando poesía, o en casa, escribiendo la suya propia. Los fines de semana, a menudo, viajaba con una asociación cultural; recorría museos, caminaba por pueblos con historia, siempre sola, pero nunca solitaria. Su compañía era la más valiosa que conocía.

Había probado, en el pasado, por curiosidad o presión social, aquello que todos parecían anhelar. Unas citas, un par de experimentos que terminaron en la cama. La experiencia la dejó fría. Le pareció un intercambio superficial, una conexión efímera y ruidosa que duraba unos minutos y luego se esfumaba, dejando tras de sí un vacío aún mayor que el que pretendía llenar. No le encontraba el sentido. ¿Todo ese drama, ese esfuerzo, esa complicación, para eso?

Para Clara, la idea de una relación, ya fuera con un chico o con una chica, era sinónimo de peso. Visualizaba una mochila llena de expectativas, compromisos, cesiones constantes y la pérdida de su preciado espacio vital. No quería tener que rendir cuentas de su tiempo, de su silencio, de sus decisiones. Su independencia era una fortaleza que había construido con cuidado y no estaba dispuesta a negociarla.

Esta postura la volvía torpe cuando alguien traspasaba la línea de la amistad. Una mirada demasiado intensa, un cumplido cargado de intención, una mano que buscaba la suya más de lo necesario. Se ponía rígida, su charla fluida se trababa, y buscaba la salida más rápida. El asunto del sexo y el romance era un idioma que se negaba a aprender.

Una vez, un hombre, obsesionado con su quietud y su belleza serena, la acosó. Quería casarse con ella, imaginaba una vida que Clara nunca hubiera deseado. La persiguió con llamadas y mensajes, habló de amor eterno después de apenas unas citas. Para Clara, lejos de ser halagador, fue una pesadilla claustrofóbica. No veía el amor, veía una celda. No veía un compañero, veía un lastre que quería anclarla al suelo cuando ella estaba hecha para volar ligera.

Al final, lo solucionó con la misma frialdad con la que organizaba su agenda: un corte claro, seco y definitivo. No hubo espacio para negociación.

Ahora, de vuelta en su presente tranquilo, Clara pasea por un mercado al aire libre un sábado soleado. Un hombre amable, con una sonrisa dulce, le dice que tiene los ojos de un color miel. Ella le sonríe, un gesto genuino pero distante. —Gracias—dice, y su mirada ya se ha desviado hacia un puesto de libros antiguos. No es rudeza. Es libertad. Es la paz profunda de quien se conoce a sí misma y ha elegido, con toda consciencia y alegría, la riqueza de su propia compañía sobre el ruido vacío de un amor que no anhela. Su vida no es una espera, es una celebración. Y ella es, por encima de todo, la única invitada que necesita.

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