El Puente de las Risas: Un viaje de Iván y Clara

Iván, con su cámara de fotos siempre al hombro y un mapa lleno de anotaciones, era la planificación hecha persona. Clara, con una sonrisa fácil y un cuaderno de viaje en la mochila, era la espontaneidad y la curiosidad. Juntos, se embarcaron en un viaje que había comenzado en las soleadas tierras de Andalucía y que tenía como destino la majestuosa Budapest, la Perla del Danubio.

El primer día, la diferencia de estilos se notó. Iván quería seguir la ruta marcada al minuto, pero Clara, hipnotizada por el aroma a café y paprika en el Mercado Central, se detenía en cada puesto.
—Iván, mira estos dulces —dijo, señalando unos rétes (hojaldres) que parecían obras de arte.
—Es que tenemos que llegar al Castillo antes de que se llene de gente—respondió él, consultando su reloj.

Pero entonces, Clara le ofreció un bocado de un rétes de manzana. La expresión de Iván se suavizó. El sabor era tan delicioso, y la risa de Clara al ver su cara de sorpresa, tan contagiosa, que olvidó el horario. Se rieron, con la boca llena, en medio del bullicio del mercado. Fue el primer lazo que se estrechó: la comprensión de que a veces, lo mejor no está en el plan, sino en el desvío.

Subieron al Castillo de Buda en el funicular, y desde las alturas, la vista del Parlamento recortándose contra el cielo les robó el aliento. Iván tomaba fotos incansablemente, pero la mejor fue una que le hizo a Clara, con el viento jugando con su pelo y una sonrisa de pura felicidad. Ella, por su parte, dibujó en su cuaderno la silueta de Iván contra la ciudad. Se entendían sin palabras; él capturaba el instante con su lente, ella con sus trazos.

Al día siguiente, se perdieron deliberadamente por las calles empedradas del Barrio del Castillo. Descubrieron pequeños patios escondidos y tiendas de antigüedades. Se rieron a carcajadas intentando pronunciar «köszönöm» (gracias) y se turnaron para adivinar las historias que guardaban aquellas paredes centenarias. Cada risa compartida era un hilo más en el tejido de su complicidad.

La noche les deparó uno de los momentos más mágicos. Abordaron un barco para un crucero por el Danubio. Mientras la ciudad se iluminaba, el Parlamento, los puentes y el Castillo se convirtieron en un cuento de hadas dorado. Bajo el manto estrellado, con una brisa suave acariciándolos, se quedaron en silencio, hombro con hombro. No hacían falta palabras. El entendimiento entre ellos era tan luminoso como la ciudad a sus pies. Iván tomó la mano de Clara, y ella apretó suavemente. Era la confirmación de que estaban exactamente donde debían estar: juntos.

Al día siguiente, visitaron las Termas Széchenyi. Sumergirse en las cálidas aguas al aire libre, con el vapor ascendiendo hacia el cielo gris de la mañana, fue una experiencia revitalizante. Jugaron como niños en las piscinas de burbujas, se relajaron en los jacuzzis y volvieron a reír, esta vez con la piel arrugada por el agua. Era evidente lo bien que se lo pasaban juntos, disfrutando de las cosas simples y de la compañía del otro.

Su último homenaje fue el Puente de los Cadenas, el símbolo de Budapest. Cruzaron de Buda a Pest y de Pest a Buda, deteniéndose en el centro para contemplar el río. Iván ya no miraba el mapa, y Clara ya no necesitaba buscar distracciones. Estaban completamente presentes, el uno para el otro.

—¿Sabes? —dijo Clara, mirando las esculturas de leones que custodiaban el puente—. Este viaje ha sido como cruzar este puente. Hemos unido dos orillas.

Iván sonrió, comprendiendo perfectamente. —Sí. La orilla de la planificación y la orilla de la aventura. Y en el medio, nos encontramos nosotros.

Regresaron a Andalucía con la piel tostada por el sol húngaro y el corazón lleno de recuerdos dorados. Pero se llevaron algo más que fotografías y souvenirs: se llevaron la certeza de que juntos, cualquier viaje era una aventura, que sus risas eran el mejor idioma y que su entendimiento era el mapa más valioso para descubrir el mundo, y descubrirse el uno al otro.

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