Donde la Magia Anida

Segunda Parte del Susurro de Alaric

Clara guardó el secreto de Alaric como el tesoro más preciado. Lo revistió en sus poemas con metáforas de luz y cuernos de nácar, lo susurró en sus cuentos sobre bosques que hablan. Pero había una persona a la que anhelaba confiárselo por completo: su hermana mayor, Sofía.

Sofía, de dieciocho años, era el polo opuesto de Clara. Mientras Clara soñaba despierta, Sofía tenía los pies firmemente anclados en la tierra. Su mesita de noche no estaba llena de novelas de fantasía, sino de libros de texto de biología y química. Su futuro no era un mapa de sueños, sino un plan trazado con regla y compás: la carrera de medicina.

—¿Un unicornio alado, Clara? ¿En serio? —dijo Sofía una tarde, sin levantar la vista de su libro de anatomía—. ¿No será que el walkman te tiene los tímpanos malogrados?

Clara insistió, describiendo el pelaje de luz lunar, los ojos de amatista, la voz como campanillas. Pero cuanta más magia aportaba a la descripción, más se endurecía el escepticismo de Sofía.

—Las alucinaciones pueden ser síntoma de falta de sueño. O de leer demasiado a Tolkien. Deberías salir más, hacer algo de deporte.

La frustración de Clara creció hasta que, una noche de luna llena, se asomó a la ventana y susurró con todas sus fuerzas: «Alaric, necesito que vengas. Necesito una prueba».

El aire se impregnó de un olor a ozono y azahar. Un destello suave iluminó el jardín y allí, materializándose entre las sombras, estaba Alaric, más radiante que nunca.

—Traes la duda en tu corazón, Puente —dijo su voz en la mente de Clara.

—Es para mi hermana. Ella no cree. Es como Santo Tomás: necesita ver para creer.

Alaric asintió con su majestuosa cabeza.
—Algunas almas necesitan tocar la costura de lo real para aceptar lo que hay más allá. Tráela.

Clara corrió a la habitación de su hermana. «¡Sofía, ven! ¡Está aquí! ¡Tienes que verlo!»

Sofía puso los ojos en blanco, pero algo en la urgencia sincera de su hermana la hizo seguirla, más por fastidio que por curiosidad. Cuando asomó la cabeza por la ventana y vio a la criatura de leyenda posada en su jardín, palideció. Su mano, acostumbrada a sostener bisturíes de plástico y pesados tomos, tembló.

—Es… es imposible —logró articular—. La biomecánica de esas alas… no es compatible con el vuelo en un mamífero de ese tamaño. El cuerno… parece una estructura de quitina iridiscente, pero…

—Sube, Sofía —la invitó Clara, con una sonrisa triunfal.

Con movimientos torpes, Sofía trepó al lomo de Alaric, detrás de su hermana. Cuando el unicornio alzó el vuelo, ella apretó los ojos, esperando el vértigo, la caída. Pero solo sintió una paz arrolladora. Y cuando por fin se atrevió a abrirlos, vio lo que Clara había descrito: el mundo vibrante y superpuesto de magia pura. Las ideas como chispas en los cables, las risas como estelas de luz, la música secreta del viento.

Volaron más allá de las nubes, hacia un umbral de arcoíris líquido. Al cruzarlo, el mundo cambió por completo. Era el País de los Sueños, el reino de los unicornios. El cielo era de agua clara y peces plateados nadaban entre sus corrientes. Los árboles cantaban melodías ancestrales con sus hojas, y el suelo estaba cubierto de hierba que emitía un suave resplandor con cada pisada.

Mientras exploraban, una figura se desprendió de la sombra de un árbol cantor. Era otro unicornio, más pequeño y robusto que Alaric, con un pelaje del color de la tormenta y unos ojos grises y profundos que reflejaban una paciencia infinita. Se acercó directamente a Sofía, que seguía analizando todo con mirada científica, desconcertada.

—Sofía —dijo una voz nueva en su mente, grave y serena, como el rumor de la tierra—. Soy Lyra. Te he estado esperando.

—¿A mí? Pero… yo no creo en estas cosas.

—Por eso me necesitas —respondió Lyra—. Tu escepticismo no es una debilidad, es un equilibrio. Tu hermana trae la magia al mundo terrenal. Tú puedes tender el puente para que la magia comprenda el mundo terrenal. La ciencia es otra forma de escuchar al universo, solo que usas un oído diferente.

Sofía extendió la mano y tocó el cuerno de Lyra. Una corriente de conocimiento puro, de comprensión de los ritmos vitales, de la química de la sanación y la física de la armonía, fluyó hacia ella. No era magia en contra de la ciencia, era la ciencia en su forma más pura y mágica.

El regreso a 1985 fue silencioso, cargado de un asombro nuevo para ambas. Bajaron de sus unicornios en el jardín, bajo la misma luna. Alaric y Lyra se despidieron con una promesa de regresar cuando fueran llamadas.

Los años siguientes trazaron los destinos que ya germinaban en ellas, pero ahora nutridos por una raíz secreta.

Sofía estudió con una ferocidad renovada. No solo memorizaba datos; ahora sentía la intrincada danza de las células, la sinfonía de los sistemas del cuerpo. Se convirtió en una médica excepcional, no solo por su inteligencia, sino por una intuición casi mágica para los diagnósticos, una calma que transmitía a sus pacientes y que todos atribuían a su gran profesionalismo.

Clara, por su parte, siguió escribiendo. Sus poemas y cuentos se publicaron, llenos de una luz extraña que resonaba en los lectores. No hablaba abiertamente de Alaric, pero la magia impregnaba cada palabra, invitando a los demás a recordar que había más de lo que se podía ver.

Y Clara, en efecto, pensó en contárselo a los niños. Un día, en la biblioteca donde daba un taller de escritura, un niño pequeño llamado Leo le mostró un dibujo de un caballo con alas que había visto en sus sueños.

Clara sonrió, una sonrisa llena de secretos y de luz de luna.
—Cuéntame más sobre él, Leo —dijo, suavemente—. Los mejores amigos a menudo tienen esa forma.

Y supo, con una certeza que le calentó el corazón, que los niños, con sus ojos bien abiertos y su fe intacta, no necesitaban pruebas. Ellos ya sabían que la magia, a veces, solo espera a que alguien la nombre en voz alta para extender sus alas y volver a surcar los cielos de lo posible.

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