
Mi mundo se redujo a cuatro paredes y ocho pares de ojos que reflejaban el abandono. Llegué como educadora a esa casa que, desde el umbral, olía a desesperanza. Ocho almas pequeñas, navegando a la deriva en un mar de negligencia. Y entre ellos, en mi propio dormitorio, estaba él: un bebé cuyo único pecado era haber nacido con un virus que lo condenaba al ostracismo dentro de su propio infierno.
A él lo amé desde el primer instante. En mis brazos, su respiración se tornaba tranquila, y sus ojos, aún sin malicia, buscaban los míos como si yo fuera su único ancla en aquel caos. Le contaba cuentos. Susurraba historias de princesas valientes y bosques encantados, creando una burbuja de paz alrededor de su cuna, un frágil castillo sitiado.
Pero fuera de ese cuarto, la realidad era un monstruo.
Los otros niños, destrozados por una vida de carencias afectivas, actuaban su dolor. Recuerdo sus siluetas colgadas de las cortinas, meciéndose como trapos inertes, un juego peligroso que era su grito de auxilio. En la mesa, la comida se convertía en un arma, en un acto de rebeldía; la escondían bajo los muebles, transformando la necesidad básica en un campo de batalla.
Y luego estaba el mayor. Sus ojos no eran los de un niño, sino los de un viejo lleno de rencor. Un día, la rabia que llevaba dentro tomó la forma de un cuchillo. Me enfrenté a su mirada vacía y a la hoja temblorosa que me apuntaba, no con odio hacia mí, sino con todo el odio que el mundo le había dado. El miedo me heló la sangre, pero más que por mí, temía por el bebé, por todos ellos.
Mi cuerpo comenzó a clamar auxilio cuando mi alma ya no pudo. Dejé de comer. La angustia me robó el hambre y luego el color; me miré al espejo y mi piel se había teñido de un verde pálido, la bandera de la anemia que ondeaba por la falta de hierro y, sobre todo, por la falta de humanidad en aquel lugar.
No resistí ni quince días. La decisión de irme me partió en dos porque significaba abandonar al bebé. Soñé con llevármelo, con adoptarlo, con salvarlo. Pero mis circunstancias—soltera, viviendo con mis padres—eran un muro infranqueable. La burocracia y los prejuicios nunca habrían permitido que ese sueño se hiciera realidad.
Al marcharme, creí que lo peor sería el remordimiento, el vacío de mis brazos sin su peso. Pero me equivoqué. Lo peor, lo verdaderamente inhumanamente cruel, fue la fría formalidad con la que intentaron borrar la verdad.
La ONG que me contrató, una serie de personajes de pie a mi alrededor. Una mujer de gestos afilados y sonrisa de hielo, me presentó unos papeles antes de entregarme mi último pago.
«Es un protocolo de confidencialidad», dijo, deslizando las hojas sobre la mesa como si extendiera un veneno. «Firma aquí. Y aquí.»
Mis ojos, aún hinchados por el lloro silencioso de la despedida, recorrieron las líneas. La letra fría y legalista decía cosas como «la parte firmante se compromete a no intentar contacto alguno con los menores involucrados» y «mantendrá estricta confidencialidad sobre todos los eventos ocurridos dentro de la institución».
Institución. Qué palabra tan grande y vacía para una casa que era una cárcel para inocentes.
«¿Esto… esto significa que no puedo preguntar por el bebé?», logré balbucear, mi voz apenas un hilo.
«Significa que debe proteger la privacidad de la familia», corrigió ella, sin mirarme a los ojos. «Para su propio bien. Firme.»
Y allí, en la encrucijada entre mi dignidad y mi necesidad, sucumbí. La mano me temblaba. El bolígrafo se sintió como un hierro al rojo vivo. Al estampar mi nombre, no solo firmé un documento; firmé un pacto de silencio. Renegué a mi derecho a preocuparme, a mi deseo de saber si el bebé seguía con vida, si alguien le cantaba canciones en la penumbra. Vendí un pedazo de mi conciencia por un puñado de billetes que necesitaba para sobrevivir.
Al salir de aquella casa por última vez, el sol me dio en la cara y me sentí sucia. No era solo el polvo del camino, era la mancha de la complicidad silenciosa. Había dejado atrás un trozo de mi alma en esa habitación, y ahora me llevaba un secreto que me pesaba más que cualquier maleta.
El tiempo pasó. Encontré otros trabajos, cuidando niños en casas particulares. Volví a mecer a otros bebés, a contar otros cuentos. Pero siempre, al acariciar una mejilla suave, recordaba la piel de aquel pequeño. En cada niño que se refugiaba en mis brazos, buscaba un eco de sus ojos.
El silencio se convirtió en mi compañero más cruel. A veces, en la quietud de la noche, me sorprendo susurrando su nombre, el que yo le puse en secreto y que nunca revelé a nadie, rompiendo el contrato en la intimidad de mis pensamientos. Y me pregunto, con una punzada de dolor que no se aplaca, si él, en algún lugar, recordará el calor de mis brazos y el sonido de mis cuentos, o si el olvido fue la última y más terrible cortina que se cerró sobre su frágil existencia.
Mi denuncia no pudo ser un grito en una comisaría o un reporte a las autoridades. Esta, mi historia, es la única forma en que mis palabras pueden escapar de aquel papel que firmé. Es mi testimonio. Mi verdad. Y, sobre todo, es la prueba de que, aunque me obligaron a callar, nunca podrán obligarme a olvidar.