Ensalada Escapada

Había una vez, en un pacífico prado de verdes infinitos, una peculiar camarilla. La formaban el señor Perejil, una Oca de porte digno y plumaje blanco inmaculado; la señorita Cebolla, una Oveja de lana tan esponjosa que parecía una navecilla algodonosa; y doña Tomate, una Abeja de vibrantes franjas amarillas y negras que zumbaba con energía inagotable.

El señor Perejil era el más formal, siempre paseando con elegancia cerca del estanque. La señorita Cebolla era de lágrima fácil; cualquier historia tierna la hacía llorar de emoción, humedeciendo su suave lana. Doña Tomate, la más activa, iba y venía todo el día, polinizando flores con la eficacia de quien tiene un horario que cumplir.

Una tarde de sol suave, los tres amigos se reunieron bajo el viejo roble.
«¡Qué calor más agradable!»,graznó el señor Perejil, aleteando suavemente.
«Me hace sentir tan emotiva…»,baló la señorita Cebolla, con los ojos vidriosos.
«¡Zumbido de acuerdo!¡Es perfecto para trabajar!», zumbó doña Tomate, trazando círculos en el aire.

Mientras compartían las dulzuras del día, una sombra se cernió sobre ellos. Era la pequeña Lucía, la hija del granjero, que se acercaba con una cesta. En un descuido, los tres amigos se vieron atrapados por la curiosidad de la niña y, sin malicia alguna, fueron depositados en el canasto.

La tragedia se cernía sobre el prado.

Dentro de la casa, en la cocina, el destino se alineó de la manera más macabra. Sobre la mesa de madera, la madre de Lucía comenzó a preparar la cena. Con manos expertas, sacó de la cesta unas hojas verdes y frescas, un manojo de… Perejil. La Oca, aterrada, se apelotonó en un rincón de la cesta, confundiéndose con las hierbas.

Luego, la mujer tomó una redonda y de piel plateada, una… Cebolla. La Oveja, al sentir el cuchillo, empezó a temblar y a llorar de tal manera que sus lágrimas hicieron llorar a la propia cocinera.

Y por último, de un tarro, la mujer tomó una conserva dulce y roja, una mermelada de… Tomate. La Abeja, que se había refugiado en el tarro creyéndolo una flor gigante, salió zumbando furiosa, roja de ira y de mermelada.

El caos estalló en la cocina.

¡Crac! El señor Perejil, en un acto de valentía desesperada, salió de la cesta graznando como un poseso y aleteó sobre la ensaladera. ¡Zumb! Doña Tomate, picando en la mano de la cocinera, hizo que soltara la cebolla. ¡Beeee! La señorita Cebolla, liberada, corrió tropezando con sus propias patas entre lágrimas y balidos.

La ensaladera voló por los aires. Lechuga, zanahorias y aceitunas llovieron sobre la cocina. La madre gritó, Lucía lloró y el perro empezó a ladrar como si el mundo se acabara.

Fue cuestión de segundos, pero en ese instante de confusión absoluta, la puerta de la cocina, que estaba entreabierta, fue su salvación. Los tres amigos, sin pensarlo dos veces, salieron disparados hacia la libertad: el graznido furioso de la Oca, el balido histérico de la Oveja y el zumbido enfurecido de la Abeja se mezclaron en una cacofonía de pánico.

Corrieron y corrieron sin mirar atrás, hasta llegar al centro del prado, jadeantes. El señor Perejil tenía las plumas revueltas, la señorita Cebolla estaba empapada en sus propias lágrimas y doña Tomate tenía las alas pegajosas de mermelada.

Se miraron. Y, por primera vez, el solemne señor Perejil emitió un sonido que sonó casi a risa. La señorita Cebolla baló un «bee-hee-hee» y doña Tomate zumbó una alegre melodía.

La ensalada que los había incluido en su receta no se comió esa noche. Y ellos, desde entonces, evitaron prudentemente la casa de los humanos. Habían estado a un paso, a un solo corte de cuchillo, de acabar en una auténtica escabechina. Y esa lección, la aprendieron para siempre.

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