
Clara caminaba como un barco cargado de sueños, un buque pesado y majestuoso que surcaba las aguas domésticas de su casa. A sus cuarenta años, con once pares de huellas infantiles ya marcadas en su vida, sentía crecer dentro de sí la última semilla, una niña que remataría el círculo. Su vientre, un globo terso e inmenso, era un mapa de caminos violáceos y una pelota llena de patadas que dibujaban pies minúsculos bajo su piel.
“Gorda como una ballena”, pensaba a veces, mirándose de perfil en el espejo del baño, y la idea no venía cargada de disgusto, sino de una cierta ternura animal. Se tomaba las pastillas de hierro con un gesto resignado. Eran amargas, dejaban un regusto a metal y culpa, porque la anemia le robaba las fuerzas justo cuando más las necesitaba. Pero cada pastilla era un acto de amor, un pequeño clavo de hierro forjado para sostener la vida que ardía en su interior.
Quería, con un anhelo casi desesperado, disfrutar de este último embarazo. Sabía que era el final de una era. Después de esta, ninguna otra criatura le haría guiños desde dentro. Por eso, en los atardeceres silenciosos, cuando la casa se aquietaba tras la tormenta de los once, se sentaba en su mecedora, apoyaba las manos sobre la cúpula de su barriga y trataba de memorizar cada sensación. El hipo rítmico de la pequeña, los estiramientos que le arrebataban el aliento, la presión en las costillas que le recordaba que estaba viva y llena de propósito. Cerraba los ojos y sonreía, bebiéndose el momento como un néctar precioso y fugaz.
Pero junto a ese dulce sentimiento de despedida, crecía una fatiga ósea, profunda. “Quiero que salga ya”, susurraba por las noches, dando vueltas en la cama como una tortuga panza arriba. La espalda era un arco en tensión constante, los pies se hinchaban hasta parecer extraños, y el simple hecho de atarse los cordones era una epopeya homérica. Los otros once, con su energía voraz, la desbordaban. Le pedían, reñían, necesitaban. Ella era el sol alrededor del cual giraban todos los planetas, pero en esos últimos meses se sentía como un astro agotado, con el combustible justo para seguir ardiendo.
Sus hijos mayores, aquellos que casi le llegaban al hombro, la miraban con una mezcla de admiración y preocupación. “Siéntate, mamá”, le decían, y le traían un vaso de agua. Los más pequeños, en cambio, se pegaban a su barriga como lapas, contando patadas y haciendo preguntas sobre cuándo llegaría su nueva hermana para jugar. Clara los acariciaba con manos que a veces temblaban de cansancio, sintiendo que su cuerpo era un puente entre la infancia que se iba y la que estaba por llegar.
En la quietud de la cocina, mientras remojaba las pastillas de hierro en una cucharada de agua para que no se le pegaran al gaznate, se reía de sí misma. Era una contradicción andante. Anhelaba la paz de un cuerpo solo, la ligereza de volver a abrazar sus rodillas, de dormir boca abajo. Soñaba con el instante en que esa presión en la vejiga y ese fuego en la boca del estómago cesaran. Pero al mismo tiempo, una punzada de nostalgia le anunciaba que lloraría el vacío. Que extrañaría este último y glorioso estado de gracia, esta íntima compañía de ser dos en uno.
Un día, especialmente agotada, con la espalda hecha trizas y la niña dando volteretas como si en su vientre se celebrara una fiesta, se dejó caer en el sofá. Uno de sus hijos pequeños se acurrucó a su lado y, sin decir nada, apoyó la mano en su barriga. La niña, como respondiendo al saludo, dio una patada firme y clara. El niño rio con alegría pura, y Clara sintió cómo el agotamiento se teñía de una emoción tan grande que le llenó los ojos de lágrimas.
Era eso. Era el último regalo de un embarazo agotador y sublime. La certeza de que, a pesar del hierro amargo, de la pesadez, de la urgencia por parir, estaba viviendo el milagro por última vez. Y en ese equilibrio precario entre el “quiero que esto termine” y el “quiero recordarlo para siempre”, Clara navegaba sus últimos días como madre gestante, enorme y poderosa, esperando a la niña que cerraría con un brote de oro, el vasto y bullente jardín de su maternidad.