El Susurro entre los Tambores

Había una vez, en un pueblo llamado Nazarena, un día en el que el aire olía a incienso y las calles se llenaban de música y colores. Era el día de la Gran Procesión. Estatuas enormes, cubiertas de flores, oro y terciopelo, recorrían la ciudad. La gente cantaba, algunos lloraban de emoción y los tambores sonaban tan fuerte que parecía que el corazón del pueblo latía al unísono.

Un hombre, con una túnica simple y sandalias, observaba todo desde una esquina tranquila. Era Jesús. Había querido ver con sus propios ojos aquel fervor del que todo el mundo hablaba.

Vio cómo cientos de personas cargaban con esfuerzo unas andas pesadísimas. Vio los trajes brillantes, los cánticos perfectamente ensayados y el orgullo en los rostros de quienes participaban.

De pronto, sus ojos se encontraron con los de un niño, que estaba sentado en el bordillo de la acera, llorando en silencio. El ruido de la fiesta era tan grande que nadie más lo escuchaba.

Jesús se acercó y se sentó a su lado. «¿Por qué lloras, pequeño?», preguntó con voz suave.

«Mi abuelo está muy enfermo en casa», dijo el niño entre lágrimas. «Toda mi familia está en el desfile. Dijeron que honrar a Jesús era lo más importante hoy. Pero yo solo quería quedarme con él. ¿A Jesús no le gustaría eso?».

Jesús sonrió y le puso una mano en el hombro. Justo en ese momento, pasaba frente a ellos la imponente figura de Jesús cargando la cruz, llena de flores y velas.

La Pregunta bajo el Ruido

El hombre de la túnica señaló la estatua y luego miró al niño. «¿Ves esa imagen tan grande y hermosa? Es como un cuento que se hace realidad en la calle. Está muy bien recordar las historias con música y color. A mí me gusta ver tanta fe y tanto esfuerzo.»

Hizo una pausa y añadió: «Pero a veces, el sonido de los tambores puede ser tan fuerte que no nos deja oír el susurro del corazón. Y en el corazón es donde yo realmente vivo.»

«¿El susurro del corazón?», preguntó el niño, confundido.

«Sí», dijo Jesús. «Como el susurro que te trajo aquí, a cuidar de tu abuelo, en lugar de querer ser el centro de la fiesta. Ese susurro que te dice que el amor verdadero no está en lo grande y lo ruidoso, sino en lo pequeño y lo callado. ¿De qué sirve cargar una cruz de flores por la calle si no ayudas a cargar la cruz de la tristeza a quien tienes al lado?».

La Moraleja del Cuento

Y así, el niño entendió la lección. Jesús no estaba triste por el desfile. Le gustaba la alegría de la gente. Pero su mensaje era otro:

«La Fe no es un disfraz que te pones un día al año. La Fe es el abrigo que le pones a quien tiene frío todos los días.»

«No se mide por el peso de la madera que cargas en hombros, sino por la ligereza con la que llevas la carga de tu hermano.»

«El desfile más bonito para Jesús no es el que va por las calles, sino el que camina hacia el necesitado, el que se sienta junto al triste y el que perdona en silencio.»

Así que, la próxima vez que veas un desfile lleno de color y emoción, recuerda: está muy bien. Pero no olvides escuchar, entre el ruido de los tambores, el susurro de tu corazón. Porque es ahí, en los gestos pequeños y callados, donde Jesús prefiere vivir su verdadera fiesta.

Y colorín colorado, este cuento te ha dado un buen abrazo.

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