
Clara lo decidió tras la última caída. No fue la más dolorosa, ni la más espectacular, pero sí la definitiva. Mientras yacía en el frío suelo de la acera, con la rodilla ardiente y las palmas de las manos arañadas, algo se quebró dentro de ella, no un hueso, sino la ya debilitada cuerda que la ataba al mundo exterior. Tenía casi cincuenta y nueve años, y estaba exhausta.
Las calles, pensó mientras se incorporaba con dificultad, se habían vuelto un territorio hostil. Intransitables. Un recordatorio constante de ese suceso que le helaba la sangre: a la hermana de su amigo Iván, una mujer tranquila que solo cruzaba por un paso de cebra, la habían arrollado junto a otros transeúntes en un golpe de metal y velocidad, que escapó a la fuga. La noticia había sembrado en Clara una semilla de miedo que cada uno de sus tropiezos no hacía más que regar.
Así que tomó la decisión. Iba a jubilarse, a encerrarse en su apartamento, su fortaleza de libros y luz tenue. Iba a cumplir cincuenta y nueve años entre cuatro paredes que no intentaban derribarla. Donde el único sonido agresivo sería el ronroneo de su gato, Víctor, una bola de pelo negro y mirada anciana y sabia que se convirtió en su guardián silencioso.
Y en su refugio, Clara floreció.
Arriba en su estudio de pintura se transformó en un su santuario improvisado. Caballetes con lienzos a medio pintar, acuarelas que se derramaban como lágrimas de colores sobre el papel, y cuadernos abiertos por todas partes. Pero era abajo en su despacho donde Clara escribía en su ordenador. Sobre la luz que se filtraba por la ventana de la tarde, sobre los pasos lentos y felinos de Víctor, sobre los recuerdos de cuando el mundo le parecía más amable. Se apuntó a cursos online de escritura creativa, y encontrar las palabras precisas, jugar con las metáforas, se convirtió en una fuente de alegría pura y concentrada. Era una felicidad doméstica, íntima, que no requería de aceras resbaladizas ni de tráfico impaciente.
Desde su ventana, veía la ciudad bullir, peligrosa e indiferente. Pero ella ya no era parte de ese caos. Había intercambiado el riesgo de caer por la seguridad de volar con la imaginación. Había cambiado el cemento gris por el azul cobalto de su paleta y el negro tinta de sus palabras. Y en ese pequeño universo, con Víctor acurrucado a sus pies, Clara no se sentía encerrada. Se sentía, por fin, a salvo. Y era más libre que nunca.
Y Clara, en su fortaleza de libros y luz tenue, creyó haber encontrado la paz para siempre. Los días se deslizaban entre pinceladas y el sonido del tecleo en su ordenador, un ritmo monótono y seguro. Víctor se había acostumbrado a tenerla siempre cerca, un lujo que ambos disfrutaban.

Pero el mundo exterior, del que tanto había huido, aún tenía formas de alcanzarla. No a través del tráfico o las aceras traicioneras, sino a través del teléfono.
Primero fue su hermana Sofía, con su voz práctica y directa que atravesaba la línea como un dardo.
—Clara, ¿jubilarte? ¿A los cincuenta y nueve? ¿Estás loca? —la interpeló sin preámbulos—. No te darán la absoluta, ya lo hemos mirado. Cobrarás una miseria, lo justo para sobrevivir sin excesos. Sin cursos online, sin acuarelas de calidad, sin derroches. ¿Vas a vivir así el resto de tu vida?
Clara intentó defenderse, hablar de su miedo, de sus caídas, de la hermana de Iván. Pero Sofía fue implacable.
—Estás asustada lo sé. Pero también sé que eres muy valiente y que no te puedes rendir. Esto no es una retirada, es una derrota.
La llamada de su padre, más tarde, fue más dulce, pero no menos efectiva.
—Mi niña, me preocupa que te encierres así —dijo con su voz cansada—. La vida es muy larga para vivirla solo entre cuatro paredes.
Luego, fue el turno de sus amigos poetas. Le escribieron por WhatsApp, la llamaron para quedar.
—¿Que es eso de encerrarse en casa, Clara? —le dijo uno, el más bohemio—. ¡Con todos los sitios que tenemos por conocer! Hay un festival en un pueblo de la sierra, una lectura en una librería junto al mar… La vida está ahí fuera, esperando a que la escribamos.
Las palabras, una tras otra, fueron socavando la frágil muralla que había construido. «Una miseria». «No te puedes rendir». «La vida está ahí fuera». Miró a Víctor, que dormitaba en el sofá, y luego su paleta de colores. Los cursos online, su felicidad recién descubierta, tenían un precio que su futura y menguada pensión no podría sufragar. La libertad que creía haber ganado dentro de su casa se reveló de repente como otra forma de prisión, una elegida por la necesidad y el miedo, pero prisión al fin.
Y así, con un suspiro que parecía salir de lo más profundo de sus huesos cansados, Clara volvió a atar los cordones de sus zapatos. No sin aprensión, con el corazón golpeándole el pecho como un pájaro asustado, abrió la puerta de su apartamento y volvió a salir a la calle.
Los primeros paseos fueron cortos, siempre cerca de casa, con la mirada fija en el suelo, evitando las baldosas sueltas. Pero poco a poco, el mundo de los vivos la fue envolviendo de nuevo. Aceptó una cena, luego un café. Y, casi sin darse cuenta, ya estaba planeando viajes con los poetas, aquí y allá. Un fin de semana para una lectura colectiva, una escapada para conocer la casa de un escritor.
«No se podía rendir», se repetía, eco de la voz de su hermana. A veces, en la quietud de la noche, al volver a casa con los pies doloridos y el alma revuelta de ruido y caras nuevas, extrañaba la paz de su encierro. Pero entonces abría un nuevo cuaderno, uno que llevaba en el bolso, y anotaba un verso inspirado en la gente del tren, o mezclaba colores en un pequeño bloc para capturar el atardecer desde un mirador.
Había vuelto al mundo, a su vida de salidas y entradas. No por valentía, quizás, sino por pura necesidad. Pero se llevaba consigo la promesa de que, en los intersticios de ese ajetreo forzoso, siempre habría un espacio para la pintura, la escritura, y el ronroneo constante de Víctor, que la esperaba en casa, su verdadero y único refugio inexpugnable.