El Olvido y la Arena

Ella era pequeña. Tan pequeña que, a veces, creía que podría esconderse en el pliegue de una hoja o en la sombra de una piedra. Al lado de Jesús, se sentía como un grano de arena a los pies de una montaña infinita. Y lo más desconcertante era que Él, la montaña, la miraba con una ternura que no le otorgaba a nadie más. Un amor tan vasto y particular que le quemaba el alma. “¿Por qué a mí?”, susurraba en la penumbra de su habitación, “si soy la más indigna, la más olvidadiza, la que lleva el corazón lleno de rendijas por donde se escapa la fe”.

Ese amor la abrumaba. Intentaba compensarlo haciendo de Él algo íntimo, lejano a la gran diligencia del mundo. “No en las calles, bajo un cristo de madera que todos fotografían”, pensaba. “En el corazón, aquí, pequeñito y cálido, donde late la verdad.” Y el día 26, un día sagrado y terrible en su calendario íntimo, se le llenó la boca de Jesús. Habló con Él en el silencio de su mente, lo sintió en el ritmo de su respiración, lo reivindicó como un secreto amoroso. Fue un día de tanta presencia divina que la tierra se volvió etérea, y las ataduras del tiempo, un simple hilo que se desdibujaba.

Pero el tiempo, terco y material, siguió su curso. Llegó la madrugada del 27, fría y despiadada. Y fue entonces cuando un golpe seco y sordo, un grito silencioso que nació en lo más hondo de su pecho, la partió en dos.

Se había olvidado.

El 26 había pasado sin su ritual, sin su liturgia personal e intransferible. No encendió las velas blancas que perfumaban la estancia con cera caliente y memoria. No rezó las palabras que tejía solo para los oídos de su madre, fallecida un 26 de hace dos años y nueve meses. Ese diálogo sagrado con la ausencia, ese puente que construía cada año sobre el abismo, no se había tendido.

Se había acordado de Jesús todo el día. Había estado tan ocupada amando al Dios que la hacía sentir pequeña, que había traicionado a la mujer que la había hecho sentirse grande, entera, hija.

La revelación fue un cuchillo. Se dobló por la mitad, como si el peso del olvido le hubiera quebrado la columna. Un gemido escapó de sus labios, pero no vinieron lágrimas. Se había secado por dentro. La culpa, más árida que cualquier desierto, había absorbido hasta la última gota de su dolor. Ya ni siquiera eso, el consuelo salino de llorar, le era concedido.

Se quedó allí, doblada sobre sí misma en la oscuridad de la madrugada, sintiéndose más pequeña que nunca. Indigna del amor de una madre por haberla olvidado, e indigna del amor de un Dios por haberlo puesto por encima de ella. Atrapada en el silencio de su propio grito y en la sequedad de su arrepentimiento, era solo un eco de dolor en una habitación vacía, un alma diminuta que había fallado en el único acto de fe que de verdad entendía: el de la memoria.

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