
Clara e Iván se querían con la furia tranquila de quien ha elegido la misma piedra para tropezar una y otra vez, hasta que la piedra se convirtió en un hogar. Se habían casado a los veinticinco, divorciado a los treinta y cinco, y descubierto, para su sorpresa, que el amor no había muerto en el juzgado, sino que se había transmutado en algo más hondo y extraño: una amistad a prueba de todo, incluso de su propio pasado.
Eran, para el mundo, dos esposos atípicos. No había entre ellos la tirantez cortés de otros divorcios, sino la familiaridad cómplice de dos cómplices que lo han visto todo. Iván guardaba en su nevera la mermelada de ciruela que solo a Clara le gustaba, y ella, en su apartamento, tenía un cajón entero dedicado a sus libros de historia, que él iba a buscar los viernes por la tarde.
“Te idolatro, Clara de mi alma,” le decía Iván, dejando un tomate perfectamente maduro sobre la encimera de su cocina, porque sabía que a ella le costaba elegirlos. “Y yo a ti, Iván, mi primer esposo y mi último gran amor,” respondía ella, sin levantar la vista del libro, pero con una sonrisa que le arrugaba la comisura de los ojos.
La idolatría no era un decir. Era un hecho minúsculo y cotidiano. Él la idolatraba en la manera en que recordaba que el café debía ser servido a las 11:03 de la mañana, no un minuto antes ni después, para que el ritmo de su trabajo fluyera. Ella lo idolatraba en cómo escuchaba sus teorías conspiranoicas sobre los etruscos, asintiendo con seriedad, sabiendo que en ese cerebro desordenado habitaba un genio tierno y vulnerable.
Una tarde de otoño, con el cielo del color de un viejo papel, Iván llamó a su puerta con el rostro desencajado. “Se me ha muerto el viejo limonero,” dijo, refiriéndose al árbol que habían plantado juntos el día que compraron la casa que ya no compartían. Clara no dijo nada. Se puso el abrigo, agarró una manta y una tetera, y lo siguió.
Sentados en el jardín de la casa que ahora era solo de Iván, frente al esqueleto marchito del árbol, bebieron té en silencio. La tristeza de él era un océano, y Clara no intentó sacarlo de allí. Se sentó a la orilla, a hacerle compañía.
“Era un buen árbol,” musitó Iván, con la voz ronca.
“El mejor, “afirmó Clara. “Dio limones ácidos, perfectos para el pescado.”
“Y aquella vez que la rama se quebró con la nieve y lloraste como si se hubiera roto un hueso tuyo.”
“Tú lo entablillaste con esparadrapo y una varilla de metal. Sobrevivió.”
“Como nosotros, “dijo él, por fin mirándola.
Clara le sonrió, una sonrisa que contenía todos los veranos en aquel jardín, todas las discusiones tontas en la cocina, todas las paces hechas en el sofá. “No, Iván. Nosotros mejor. El árbol se aferraba a la tierra. Nosotros aprendimos a volar con raíces propias.”
Él extendió la mano y ella la tomó. No era el contacto eléctrico de antes, sino algo más sólido: la calma de dos tierras firmes que se reconocen. Se querían no por deber, ni por costumbre, ni por los restos de un naufragio. Se querían por elección, día a día. Se idolatraban no por ser perfectos, sino por haber visto la imperfección del otro a la luz de la luna y haberla encontrado hermosa.
El limonero estaba muerto. Pero en la tierra, alrededor de sus raíces secas, brotaban ya, verdes e impertinentes, los retoños de la hierba nueva.