
Clara, a pesar de los pies doloridos, echaba de menos andar por los miradores y contemplar ese mar de olivos. Su hermana Sofía había descrito ese andar, no como hacía ella, que lo definía como deporte, sino que lo definía como un paseo contemplativo y poético. Porque Clara andaba con su paso corto y descompensado, parándose cada poco a contemplar el paisaje y hacer fotos. Luego las compartía con familia y amigos.
Esa diferencia era el mapa que separaba sus dos mundos. Para Sofía, el camino era una línea recta hacia un objetivo: el mirador final, la cima, el kilómetro recorrido. Su andar era un ritmo constante, un latido eficiente de zapatillas sobre la tierra. Para Clara, en cambio, el camino era un destino en sí mismo, un libro abierto cuyas páginas había que leer con lentitud.
Mientras Sofía sudaba la camiseta, Clara recogía el susurro del viento entre las hojas plateadas de los olivos. Mientras Sofía contaba los minutos, Clara contaba los tonos de verde y ocre en la tierra. Su paso corto y descompensado no era una limitación, sino la herramienta que le permitía descubrir el hilo de plata de una telaraña entre las ramas, o la forma perfecta de una piedra blanquecina a la orilla del sendero.
Cada parada era un descubrimiento: el aleteo de una abubilla, el olor a tomillo al ser pisado, la manera en que la luz del atardecer doraba el tronco retorcido de un olivo milenario. Su cámara no era más que el cuaderno de campo donde anotaba esos versos sueltos que la naturaleza le regalaba. Luego, en la quietud de su casa, esas fotografías se convertían en postales íntimas, en ventanas que abría para su familia y amigos, invitándolos a detenerse, a mirar el mundo con sus ojos poéticos.
Y aunque ahora, con los pies vendados y reposando en el sillón, el dolor era real, en su mente seguía paseando. Porque Clara había aprendido que lo importante no era la distancia recorrida, sino la profundidad de la mirada. Y su mirada, lenta y curiosa, había hecho del mar de olivos un océano infinito.