La Danza de los Chaacob

En el corazón de la península de Yucatán, donde la tierra roja se encuentra con el cielo infinito, se alzaba la pequeña comunidad de Xul-Kat, «el lugar del descanso del fuego». Allí, bajo un sol que podía ser tanto un regalo como un castigo, convivían tres familias, cada una con su propio carácter, pero unidas por el mismo susurro ancestral: la llegada de las lluvias.

Estaban los Itzá, orgullosos y tradicionales, liderados por el abuelo Balam, un hombre cuyo rostro estaba surcado como la tierra seca por el tiempo. Luego, los Can, prácticos y laboriosos, cuya matriarca, Abuela Ixaz, tenía manos nudosas que parecían entender el lenguaje de las semillas. Y por último, los Pech, más escépticos y modernos, aunque la joven Luna, de once años, sentía en sus sueños el eco de los viejos relatos que su padre desdeñaba.

El año había sido particularmente seco. El Chac, dios de la lluvia, parecía haberse olvidado de Xul-Kat. La tierra estaba sedienta y una ansiedad silenciosa crecía entre los cultivos de maíz, que se inclinaban, mustios y amarillentos.

Una tarde, cuando el calor era una losa pesada, el Abuelo Balam reunió a los niños bajo la ceiba gigante, el árbol sagrado que unía el inframundo, la tierra y el cielo.

—¿Creen que la lluvia es solo agua? —preguntó, su voz un rumor de hojas secas—. Es la sangre de los cielos. Cada gota lleva un mensaje. Nuestros ancestros, los Hombres de Maíz, sabían escucharlos.

Luna, de la familia Pech, se acurrucó más cerca, olvidando por un momento las dudas de su padre.

—Cuéntanos, abuelo —rogó.

—Cuando los Chaacob —explicó Balam, refiriéndose a los dioses de la lluvia— están contentos, sus lágrimas de vida caen suaves y constantes. Pero si están enojados, lanzan sus hachas de rayos y la lluvia cae con furia, inundando todo. Y si están tristes… el cielo se queda vacío, como ahora.

La Abuela Ixaz, tejiendo en una hamaca cerca, añadió con su voz grave:
—Mi abuela me contaba que la lluvia no viene sola. La traen los Aluxes, los pequeños guardianes del monte. Si los tratas con respeto, dejándoles ofrendas de saka (una bebida de maíz), ellos convencen a los Chaacob para que rieguen tus milpas. Pero si los ofendes, desviarán la lluvia hacia otra parte.

Era más que una superstición; era una relación de reciprocidad con lo invisible.

La tensión creció hasta que los ancianos decidieron que era hora de consultar al Ah Kin, el sacerdote-guardián del tiempo, un hombre llamado Akah, que vivía en una choza apartada, rodeado de piedras de obsidiana y hierbas aromáticas.

Akah no era un brujo de leyendas terroríficas, sino un sabio que leía el lenguaje del mundo. Esa noche, en la plaza del pueblo, frente a una fogata que pintaba sombras danzantes en las paredes de las casas, realizó el ritual de la lluvia.

Vestido con una túnica blanca bordada con símbolos celestes, encendió copal. El humo dulce se elevó en espirales, llevando las plegarias de la gente directamente al cielo. Akah tomó un caparazón de tortuga y lo golpeó con un cuerno de venado. El sonido era seco, hueco, como la tierra misma.

—Los cielos están cerrados —anunció, sus ojos perdidos en las llamas—. El Xibal, el inframundo, ha tentado a los Chaacob con promesas de silencio. Debemos recordarles nuestra voz.

Entonces, comenzó a cantar un canto sagrado, una invocación que no había sido escuchada en décadas. Los más viejos, como Balam e Ixaz, se unieron con voces temblorosas pero firmes. Era un sonido ancestral, un puente tendido hacia el tiempo de los abuelos de los abuelos.

Luna, observando, sintió un escalofrío que no era por el frío de la noche. Vio cómo las chispas de la fogata se elevaban hacia el cielo estrellado como luciérnagas ansiosas. Y en ese momento, una brisa fresca, la primera en semanas, acarició su rostro.

—Es el suspiro de los dioses —murmuró el Abuelo Balam, una lágrima surcando su mejilla.

Al día siguiente, el cielo amaneció cubierto de nubes grises, pesadas como montañas. La gente de Xul-Kat salió de sus casas y miró hacia arriba con una mezcla de esperanza y temor. Los Itzá confiaban en la tradición, los Can en el trabajo de sus ofrendas a los Aluxes, y los Pech, incluso el padre de Luna, guardaban un silencio expectante.

Y entonces, llegó.

No fue un aguacero violento, sino una llovizna suave y persistente, la que los mayas llamaban «la lluvia que enamora a la tierra». Las gotas repiqueteaban en las hojas secas de la ceiba, en los techos de paja, en la tierra agrietada, que bebía con avidez. Un aroma a tierra mojada, a vida renacida, impregnó el aire.

Los niños salieron a bailar bajo la lluvia, riendo. Luna cerró los ojos y sintió que cada gota era un latido, el mismo que había escuchado en los cantos de Akah.

La Abuela Ixaz, de pie en su milpa, extendió las manos y dejó que el agua bendijera sus palmas.
—No es demasiada, no es poca. Es la justa —susurró—. Será un buen año. El maíz crecerá fuerte.

El Ah Kin, Akah, observaba desde la entrada de su choza. No sonreía, pero su rostro estaba en paz. Su trabajo estaba hecho. Había sido el intérprete, el que recordó a los dioses y a los hombres que eran parte de un mismo ciclo.

Aquel día, Xul-Kat no solo recibió agua. Recibió una lección viva. La lluvia no era un fenómeno meteorológico; era un diálogo. Un pacto mágico entre el cielo y la tierra, mediado por la fe de los sabios, la memoria de los ancianos y el corazón abierto de los más jóvenes, como Luna, quien supo entonces que las historias de sus mayores no eran cuentos, sino las raíces profundas que evitaban que el mundo se secara para siempre.

Y en lo alto, los Chaacob, satisfechos, continuaron su lenta y benévola danza, seguros de que en Xul-Kat aún sabían escuchar el mensaje en cada gota.

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