
Si la muerte me viene a buscar,
que sea con paso leve,
como el ocaso que dora el trigal.
No he de oponerle resistencia,
pues he vivido con el sol en la espalda
y la lluvia besando mi rostro.
Estaré preparada,
no con las manos llenas de triunfos,
sino vacías, limpias de rencores,
con el corazón abierto como un surco antiguo,
esperando solo el amor sincero de Dios.
Cierro los ojos para descansar,
no como un final, sino como un puente
hacia el silencio que acuna la semilla.
Que el cansancio de mis huesos
se disuelva en la paz del crepúsculo,
y mi aliento se mezcle con la niebla
que sube del río en la mañana.
Que la tierra no me olvide.
Que me recuerde en la savia del roble,
en el rocío que beben las flores,
en la piedra firme del camino.
Que mi nombre, no esculpido en mármol frío,
lo susurre el viento entre los cañaverales.
Que mi gente me abrace.
No con lágrimas que nublen el día,
sino con historias que enciendan la noche.
Que levanten la copa con vino y con risas,
y en sus sueños, mi memoria sea un abrigo,
una canción que no necesita voz.
Porque me iré como se va la marea:
dejando atrás, en la orilla de lo vivido,
el cálido tesoro de haber amado.