
No es el sol que nos baña,
ni la lámpara que guía la mano.
Es la lumbre que nace del centro,
un volcán silencioso y humano.
La luz que llevamos dentro.
Es un fuego sin forma ni nombre,
que se enciende en la más honda grieta.
Es la chispa que vence al horizonte
cuando la noche se completa.
Es la esperanza que se siembra.
No es la fuerza del muro que aguanta,
ni el diamante por la presión.
Es la humilde y tenaz savia
que revienta la dura costra del carbón.
Es el arte de la resiliencia.
Y en la tierra sin tiempo del pecho,
donde el cociente traza su red,
late el mar del inconsciente,
con su marea de sinrazón y fe.
Allí, en ese claroscuro,
la semilla de luz sabe esperar.
La esperanza es su raíz futura,
la resiliencia, su extraño palpitar.
Somos ese campo de batalla y siembra,
crisol de lógica y misterio,
donde la luz más pequeña y eterna
le gana terreno al invierno.
