
En el parque de las Rosas Silvestres, donde los columpios chirriaban una canción de hierro viejo y los bancos pintados de verde tenían más parches que un vestido de pobre, vivía la magia. Pero solo Lucía, de siete años y flequillo recto como una regla, podía verla.
Cada tarde, después del colegio, atravesaba el portal invisible que estaba justo detrás del seto de madreselva. Y allí, el mundo se transformaba.
Brot, el nomo saltarín, era una bola de musgo y risa con botas que parecían cáscaras de nuez. No caminaba, sino que rebotaba de raíz en raíz, de seta en seta, dejando un rastro de polvo de hada que brillaba solo un segundo. «¡Lucía, Lucía! ¡Corre que el viento se lleva las hojas de oro!» le gritaba, y ella corría, sintiendo cómo el aire mágico le enredaba las coletas.
Luego estaba Thoren, el enano leñador. Barba de liquen y manos como nudos de roble. No talaba árboles, sino sombras demasiado largas y pesadas. Con su hacha de cristal de roca, cortaba los jirones de oscuridad que se enganchaban en las ramas, dejando la luz limpia y fresca. Era callado, pero sus gruñidos eran amables, y a veces le regalaba a Lucía caracolas que en su interior guardaban el rumor del bosque primitivo.
El más triste de todos era Laeron, el elfo. Alto como un abedul joven, con ojos del color del cielo en un crepúsculo de invierno y una melena tan plateada que parecía hilada de luna. Pero una pierna la arrastraba con pesadumbre, una cojera antigua que, susurraban, le vino de un hechizo de olvido. Se sentaba en un tronco caído, tocando una flauta de sauce cuya música no se oía, pero que hacía llorar a las rosas. Lucía se sentaba a su lado, en silencio, sintiendo la tristeza hermosa que emanaba de él.
Al principio, Lucía, emocionada, señalaba con el dedo.
«Mira, mamá, ¡el nomo en la fuente!»
«Abuelo, ¡el enano está podando la sombra del castaño!»
Pero su madre fruncía el ceño. “Qué imaginación tienes, cariño». Su abuelo sonreía. «Son juegos, Lucita, solo juegos».
Nadie veía lo que ella veía. Sus señales apuntaban a la nada, sus exclamaciones eran eco en un mundo sordo.
Un día, harta de que sus amigos fueran tratados como fantasmas, decidió cambiar. Dejó de señalar. Dejó de hablar de ellos. En lugar de eso, cuando cruzaba el seto, simplemente sonreía. Una sonrisa amplia, cómplice, que Brot contestaba con un salto mortal de pura alegría, que hacía que Thoren asintiera con solemnidad y que arrancaba un destello de luz, apenas un instante, en los ojos grises de Laeron.
Disfrutaba de su compañía en secreto, como si guardara un tesoro bajo llave en su corazón. La magia era más dulce así, solo para ella.
Hasta que una tarde de primavera, mientras reía viendo a Brot intentar montar una mariquita como si fuera un corcel desbocado, notó una mirada. Era un niño pequeño, en un carrito de bebé que su madre empujaba distraídamente, hablando por teléfono. El niño, de mejillas regordetas y ojos como pozos de curiosidad, no miraba a Brot. Miraba a ella. Y señalaba con su manita regordeta directamente a Lucía, mientras una amplia sonrisa sin dientes le iluminaba la cara.
Su madre no le hizo caso, absorta en su conversación. Nadie más en el parque prestó atención. Pero Lucía lo vio. Vio cómo el niño señalaba hacia ella, la única que reía en medio de la aparente nada, y supo, con una certeza que le calentó el pecho, que él no señalaba a los seres mágicos. No los podía ver aún. Lo que él veía era a ella, a la niña que interactuaba con la magia, y en su mirada no había incredulidad, sino un reconocimiento puro, un anhelo de pertenecer a ese juego secreto.
Lucía no dijo nada. No hizo una seña a los adultos. Simplemente sostuvo la mirada del pequeño y le sonrió. Una sonrisa lenta, profunda, cargada de un mensaje silencioso: «Tú también. Tú también lo verás cuando dejes de mirar con los ojos de los demás».
El niño dejó de señalar y rio, un sonido burbujeante que se mezcló con el cascabeleo de Brot.
Y Lucía, por primera vez, no se sintió sola. El parque de las Rosas Silvestres tenía ahora dos guardianes de lo invisible, conectados por una sonrisa, esperando el día en que el más pequeño cruzara, por fin, el seto de madreselva.