
En una ciudad donde la niebla se aferraba a los adoquines como un recuerdo pertinaz, existía una biblioteca que no guardaba libros, sino probabilidades. Sus estantes no estaban hechos de roble, sino del tiempo no vivido, y en lugar de páginas, contenían ecos de lo que pudo ser y tal vez será.
El bibliotecario se llamaba Elías, un hombre cuyo espíritu se alimentaba de silencios y cuyo ego se nutría de la precisión con que calculaba los futuros posibles. Cada mañana, al abrir las puertas, las probabilidades de las palabras revoloteaban como polillas ansiosas. «Hoy», pensaba Elías, «la palabra ‘hola’ tiene un 78% de chance de ser pronunciada con sinceridad, un 15% con indiferencia y un 7% con fastidio oculto». Las palabras pesaban distinto según su intención, y él las ordenaba en estantes etéreos.
Un día, una mujer llamada Clara entró en la biblioteca. Traía consigo una nube de probabilidades emocionales tan densa que los estantes temblaron. Elías observó cómo los números danzaban alrededor de ella: un 40% de nostalgia por un amor pasado, un 30% de ansiedad por un futuro incierto, y un 15% de alegría frágil, recién nacida.
—Busco la probabilidad de que salga todo bien —dijo Clara, sus ojos buscando algo que ni ella misma podía nombrar.
Elías la guio al ala norte, donde las esperanzas se almacenaban en frascos de cristal tenue. Allí, la probabilidad de que todo salga bien fluctuaba como un organismo vivo: a veces un 62%, otras un 33%, dependiendo de cuántas personas en ese mismo instante creyeran en ella. El frasco de Clara mostraba un 51%. Un tal vez delicado, equilibrado sobre la cuerda floja de la duda.
—¿Y la probabilidad de que todo salga mal? —preguntó Clara, casi en un susurro.
Elías la llevó al sótano, donde los miedos residían en compartimentos de plomo. Aquella probabilidad era un 47%, pero con una nota al margen escrita por el universo: «Sujeto a cambio con un solo acto de valentía».
Fue entonces cuando Clara, al rozar accidentalmente el frasco de la probabilidad de la vergüenza, liberó un destello cálido. La vergüenza, calculó Elías rápidamente, tenía un 80% de chance de encogerse, de esconderse, pero un 20% de transformarse en algo más: en empatía, en risa compartida, en humanidad. Y ese 20% era más poderoso que cualquier certeza.
—¿Y el amor? —preguntó Clara, esta vez con una sonrisa tímida.
Elías extendió las manos. Del techo comenzaron a caer partículas luminosas. La probabilidad del amor no era un número fijo, sino una ecuación en constante reescritura. Dependía de la voluntad de dar, de la apertura de recibir, del azar de un encuentro, de la elección de permanecer. Hoy, para Clara, era un 63% que crecía a medida que ella observaba sus propias emociones sin juzgarlas.
—Usted alimenta su espíritu con estos cálculos —dijo Clara de pronto—, pero ¿y su ego?
Elías se sorprendió. Ella había visto lo que pocos veían: que él necesitaba creer que podía medir lo inmensurable, que el caos del mundo podía ser contenido en porcentajes y estantes. Su ego se alimentaba de la ilusión de control, mientras su espíritu se saciaba con la belleza del misterio que siempre, siempre, escapaba a los números.
—Mi ego tiene un 95% de probabilidad de sentirse herido si admito que no lo sé todo —confesó Elías—. Pero mi espíritu… mi espíritu tiene un 100% de certeza de que no quiero vivir en un mundo donde todo sea predecible.
Clara tomó su mano. El contacto alteró todas las probabilidades en la sala. La nostalgia de Clara disminuyó un 10%. La posibilidad de que todo saliera bien subió a un 68%. Y la probabilidad de la palabra «adiós» siendo pronunciada en ese momento cayó a casi cero.
Al salir de la biblioteca, la niebla se había disipado un poco. Elías comprendió entonces que las emociones no vivían en los frascos, sino en los espacios entre ellos, en los actos no calculados, en los riesgos asumidos contra toda probabilidad.
Y en su registro personal, anotó: «Probabilidad de que un encuentro cambie todo: incalculable. Probabilidad de seguir intentándolo: un acto de fe».
La biblioteca siguió existiendo, pero Elías ya no contaba sólo las probabilidades. Ahora, también las vivía. Y en ese desequilibrio entre lo medible y lo misterioso, encontró el único porcentaje que realmente importaba: el 100% de estar vivo, aquí y ahora, en el glorioso azar de ser.