
Todo comenzó entre versos y cafés en un antiguo local de Tetuán. Teresa asistía al recital de poesía por costumbre —un espacio donde su sonrisa cuidadosamente compuesta pasaba desapercibida entre la emoción colectiva—. Elena estaba allí porque los libros, y ahora la poesía en voz alta, seguían siendo sus cómplices esenciales, esos puentes que su cuerpo no siempre le permitía cruzar con facilidad.
No se hablaron esa primera noche, pero sus miradas se encontraron al unísono cuando una joven leyó un poema sobre «los cuerpos que habitamos, préstamos temporales con huellas permanentes». Teresa sintió que el verso le describía el alma, marcada por una infancia de afecto incierto. Elena asintió levemente, sintiendo el peso de su propia hemiparesia, esa compañera de vida que nunca eligió.
El destino las reunió de nuevo en Granada, en un viaje organizado donde compartieron habitación triple con Pilar, una mujer vital que era voluntaria activa de Juntos Contra la ELA, la asociación fundada años atrás por Antonio Madero e Isabel tras el diagnóstico de Antonio.
Fue Pilar, durante largas tardes entre los jardines del Albaicín y las noches en la pensión, quien les habló con pasión contagiosa de la asociación. Les contó cómo Antonio e Isabel habían transformado su dolor en una red de apoyo tangible, creando un espacio donde las familias afectadas por la Esclerosis Lateral Amiotrófica encontraban desde ayuda psicológica hasta préstamo de equipos médicos.
«Lo más valioso», decía Pilar, «es que no solo cuidan al paciente. Cuidan a quienes cuidan».
Esas palabras resonaron profundamente en Teresa. Ella, que cuidaba de sus nietos con una devoción casi reparadora —como si en cada merienda preparada, cada cuento leído, cada herida vendada, estuviera saldando una deuda con la niña que fue y que nadie cuidó así— entendió de inmediato la misión. No tenía a nadie afectado por ELA en su familia, pero conocía como pocas el peso invisible del cuidado, la soledad de esa labor a menudo incomprendida.
Elena escuchaba, interesada pero cautelosa. Su vida había sido una lucha constante por la autonomía, por demostrar —quizás sobre todo a sí misma— que su cuerpo no definiría sus límites. La solidaridad le resonaba, pero temía los espacios donde la compasión pudiera nublar el reconocimiento de su capacidad.
Pasaron unos meses desde aquel viaje. Teresa comenzó a colaborar en la asociación, encontrando en las familias de Juntos Contra la ELA un lugar donde su talento natural para el cuidado —esa habilidad forjada en la adversidad— se valoraba sin reservas. Organizaba turnos de acompañamiento, coordinaba la llegada de comidas a las casas, y escuchaba, simplemente escuchaba, a esposas e hijos exhaustos.
Elena la visitó una tarde en el mercadillo solidario y ayudó a las niñas de los Mandiles, donando ejemplares de sus cuentos. Elena no solo escribía versos, sino también cuentos infantiles. Observó a Teresa en acción: eficiente, discreta, anticipándose a necesidades antes de que se verbalizaran. No hubo en ella rastro de la sonrisa defensiva que a veces mostraba en otros ámbitos. Aquí, su cuidado era puro, no un escudo.
«Quiero ayudar», dijo Elena finalmente, «pero de otra manera. Quiero ocuparme de la biblioteca especializada, de buscar recursos accesibles. Y quizás… de recordar a todos que el paciente sigue siendo una persona, no solo un diagnóstico».
Así nació su colaboración. Teresa, con su comprensión visceral del cuidado como acto de amor y reparación. Elena, con su convicción férrea de que la dignidad reside en la autonomía posible. Ambas, bajo el paraguas de la asociación fundada por Antonio e Isabel, encontraron un propósito que trascendía sus historias personales.
Juntos Contra la ELA no era su fundación, pero se convirtió en su trinchera compartida. Teresa no curaba con su labor las heridas de su infancia, pero las transformaba en compasión activa, donando el libro de su vida. Elena no negaba los límites del cuerpo —ni el propio ni los de los enfermos de ELA—, pero insistía en ampliar los horizontes del espíritu.
Se encontraban los miércoles por la tarde, revisando casos, planeando talleres. A veces, en silencio, tomaban un café. No necesitaban comparar sus infancias —una marcada por el maltrato encubierto, la otra por una felicidad resiliente— porque en el presente habían encontrado un lenguaje común: el de las manos que ayudan sin aplastar, el del apoyo que empodera sin infantilizar.
Y en esa labor, Teresa descubría que se cuidaba a sí misma al cuidar a otros. Y Elena confirmaba que su independencia podía florecer precisamente en la interdependencia solidaria. Dos mujeres, dos historias, un mismo camino contra el olvido que a menudo acompaña a la enfermedad.

Hola buenos días Elena me a parecido chulísimo que bien lo a hecho me encanta