
Clara guardaba su locura en un cajón de la cocina, justo debajo de las cucharas de madera. No era una locura estridente, sino una pequeña semilla negra y brillante que latía con un ritmo propio. La mayoría del tiempo, ese cajón permanecía cerrado. Clara era una mujer serena, metódica, que doblaba los calcetines por pares y nunca llegaba tarde.
Pero algunos días, sin previo aviso, el cajón se abría solo. Se escuchaba un click sutil y Clara sentía un vacío repentino en la sien, como si le hubieran extraído un tornillo crucial. Era entonces cuando «se le iba la pinza».
La primera vez que sucedió, estaba en una reunión de comunidad de vecinos discutiendo el color para repintar la fachada. Don Jacinto, el presidente, llevaba cuarenta y cinco minutos analizando las ventajas del beige sobre el hueso roto. De repente, Clara sintió el click. Se levantó, tomó la jarra de agua que estaba en el centro de la mesa y, con una calma aterradora, se la volcó en la cabeza. «Necesitamos colores que reflejen agua, no polvo», dijo. Luego se sentó, sonriendo beatíficamente mientras el agua le goteaba por la nariz. El silencio fue tan absoluto que se podía oír crecer la vergüenza en su pecho.
La consecuencia fue unánime: la mirada de horror congelada en los rostros de sus vecinos. Y luego, la muerte. No la física, sino esa otra muerte lenta y sofocante que es la vergüenza. Esa noche, Clara no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos, revivía el sonido del agua golpeando el cráneo de Don Jacinto y el tableteo de las gotas sobre la acta de la reunión.
Otra vez, en el supermercado, el click llegó mientras estaba en la cola de cajas. La persona delante de ella discutía con la cajera por el precio de un yogur. Clara, sintiendo cómo la semilla de la locura brotaba en forma de una idea absurda e irresistible, empezó a cantar el «Ave María» a todo pulmón. No lo cantó bien, sino con la fuerza de una ópera desafinada. La gente grabó con el móvil. La consecuencia fue un vídeo que circuló por el grupo de WhatsApp de su familia. La muerte, de nuevo, fue una semana de no atreverse a salir a comprar el pan.
Su locura siempre era breve, surrealista y completamente ajena a la Clara racional. Era como si por un instante, un duendecillo travieso tomara los mandos, pulsara el botón más incongruente y luego le pasara el control de nuevo a ella, justo a tiempo para que presenciara el desastre.
La peor vez fue en la boda de su mejor amiga, Laura. Todo era perfecto: el vestido blanco, las flores, la luz del atardecer filtrándose por los vitrales. Clara era la dama de honor. Estaba en el altar, sosteniendo el ramo de la novia, cuando lo sintió. No fue un click, sino un crack, como el de una rama que se rompe en un bosque silencioso.
El sacerdote preguntó: «Laura, ¿tomas a Carlos como tu legítimo esposo?».
Y Clara, con una voz que no parecía la suya, clara y potente, respondió: «Yo no».
El silencio fue aún más profundo que el de la reunión de vecinos. Cien cabezas giraron hacia ella. Los ojos de Laura eran dos platos de incredulidad. Carlos palideció como si le hubieran sacado la sangre.
«Es que…», tartamudeó Clara, ya de vuelta en su mente, sintiendo cómo el pánico trepaba por su garganta, «es que… se merece algo mejor. Escribió un poema horrible para pedirte matrimonio. Lo encontré en la papelera. Decía ‘eres como un sol en mi nevera'».
Fue cierto. Lo había encontrado. Y en ese instante de locura, le pareció una información de vital importancia que compartir.
Las consecuencias fueron catastróficas. No hubo boda. O, más bien, la hubo, pero seis meses después y sin invitar a Clara. La amistad de veinte años se evaporó en un solo suspiro de estupor colectivo.
La vergüenza que sintió entonces no fue una muerte, fue una tortura china. Cada respiración le recordaba lo que había hecho. Soñaba con el «yo no» resonando en una catedral infinita. Evitaba el centro de la ciudad por miedo a encontrarse con alguien de la boda.
Un día, meses después del incidente de la boda, Clara estaba en el parque, alimentando a las palomas y sintiendo el peso de todas sus muertes por vergüenza. Una anciana se sentó a su lado en el banco.
«Usted es la de la boda, ¿verdad?», dijo la anciana, sin preámbulos.
Clara quiso huir, pero sus piernas eran de plomo. Asintió, mirando al suelo.
«Mi difunto marido», continuó la anciana, «en nuestro banquete de boda, se levantó y anunció que había olvidado el anillo en el baño. Dijo que se lo había tragado sin querer. Tuvieron que llevarlo a urgencias. Todo era mentira, solo quería ver la cara que ponía la tía Gertrudis, que era una mujer terriblemente seria».
Clara la miró, sorprendida.
«¿Y no le dio vergüenza?».
«¿A mí? Fue el día más divertido de mi vida. A veces, querida, la única manera de soportar el peso de la seriedad del mundo es dejar que la pinza se vaya un poco. Lo que usted hace… son destellos de verdad. Torpes, sí. Inoportunos, siempre. Pero son verdad. En un mundo de fachadas beige, un ‘yo no’ en un altar es un color que jamás se olvida».
La anciana se levantó y se fue, dejando a Clara con la semilla de la locura latiendo con un nuevo ritmo en su mente. Tal vez, pensó, la vergüenza no era la consecuencia de sus actos, sino el precio. Un precio alto, sí, pero que a veces valía la pena pagar por esos breves, gloriosos y auténticos momentos en los que Clara, por fin, era completamente ella misma. Incluso si esa misma era, a veces, una loca de remate.
