
Releo las páginas de una joven sin voz,
huellas de una batalla en la quietud.
Eco de pasos que, con tenaz tesón,
trazaron un camino en la desolación.
Era la flor invisible, un frágil cristal
que soñaba con raíces de fortaleza ancestral.
Hoy el espejo no miente, devuelve otro ser:
una mujer que abraza su latir,
y en sus ojos un bosque que supo resistir.
No pide permiso para sentir,
porque su sensibilidad es un acto de existir.
No hay cura en el mapa de este cuerpo fiel,
solo un lento declive, un incierto dosel.
Pero mis manos cavaron pozos de valor,
encontraron anclajes de firme vigor.
Tengo la sal del llanto, la miel del afán,
y un orgullo callado que no se marchitará.
La vida arroja envites, lo sé,
pero yo soy el roble que se niega a ceder.
Y en este pecho late, con terco compás,
la dulce victoria de seguir hacia adelante,
mi más simple y grande triunfo: estar bien.