Crónica de una mitad

No es un dolor cualquiera. Es la huella
de una hemiparesia que en la infancia anidó.
Es el eco perpetuo de una estrella
que en mi lado derecho se apagó.

De mayor, el cuerpo pasa factura:
un dolor sordo en pies que no responden,
una espalda que carga con la hondura
de un equilibrio que nunca se esconde.

Y luego está la mente, su laberinto,
con sus crisis traidoras, su extraño vagar,
donde formas y sombras sin destino
me invitan a un mundo irreal.

Pero el dolor más hondo, el que no tiene nombre,
es el del alma, inmóvil ante su prisión:
la rabia de saber que no hay otro horizonte,
la pena de un cuerpo que marcó tu razón.

Frente a esto, mi trinchera no es de hierro o acero,
es un río de tinta que fluye sin cesar.
Desde joven, mi diario fue el compañero fierro
que aprendió a mi dolor a escuchar.

La poesía fue el bálsamo, el canto en la tormenta,
los cuentos, los relatos, mundos que construí
para que mi mente, en su quehacer, intentara
robarle su poder a lo que sufrí.

Y ahora, en esta novela donde vuelco mi historia,
converso con la niña que un día aquí quedó.
Tejiendo con palabras mi propia memoria,
dándole un nuevo sentido al dolor que vivió.

Es mi acto de guerra, mi manera de existir:
ocupar cada grieta, cada hueco en la mente,
con un verso, un personaje, un porvenir,
para que el dolor físico y psíquico no ardiente.

Mientras creo, me escape. Mientras escribo, sano.
La mano izquierda traza el mapa de mi ser.
Transformo la condena en un propósito humano,
y al hacerlo, me logro, al fin, comprender.

No es un consuelo frágil, es un pacto conmigo:
usar todo lo roto para poder crear.
Mi hemiparesia es el río, y yo, con valor, navego,
y en la escritura, encuentro mi forma de andar.

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