
Eran los ochenta, el eco de una canción
en un walkman que comía cintas sin piedad.
Éramos dioses de asfalto, con jeans y chaqueta de cuero,
el futuro era un cómic de colores estridentes,
una promesa que ardía en el neón de los bares.
La ciudad olía a gasolina y a sueños baratos,
y, las páginas de mi diario se llenaban de códigos secretos,
de risas que no cabían,
de portazos al mundo y de planes a gritos.
Aprendimos que no todo se arregla con un acorde
y un puño en alto. La tormenta llegó sin avisar,
dobló las esquinas de nuestros mapas,
puso gris el color de los posters en la pared.
Cayeron ídolos de yeso, se apagaron las luces,
y el espejo empezó a devolver rostros cansados.
Fue entonces, cuando tuve que aprender
a escribir con tinta invisible sobre las heridas.
A desovar la nostalgia como un fruto amargo
y sacar de su hueso la semilla del siguiente paso.
Pasaron los almanaques. Llegaron los días grises
de la oficina, del silencio en el ascensor,
de cambiar baterías alcalinas por la luz de una pantalla.
La urgencia se volvió paciencia. El grito, un susurro sabio.
Ya no éramos dioses, sino albañiles de lo posible,
reconstruyendo con los escombros de nuestros naufragios una fortaleza tranquila.
Hoy, en la calma de este presente,
leo aquellas páginas del diario.
Ya no duelen, aconsejan.
Eran los cimientos, no la cárcel.
La resiliencia no era un muro, era la piel que crecía,
más fuerte en las grietas, curtida por todos los soles.
Y en el silencio, late la misma canción,
no como un himno de guerra, sino como un pulso constante.
La juventud no se fue, el diario, se hizo raíz.
Y de esta raíz, agradecida y firme,
brota todo lo que soy.
Tan potente como real estoy que escribes Elena.. Que, como tú has escrito, la resiliencia sea en este AHORA de la humanidad la piel que crece y que se regenera con más fuerza en las grietas de esa única ALMA de la humanidad donde habitan, como chispas diminutas, el alma de cada ser, también la mía.
Muchas gracias por leerme y comentar. Un beso